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2014/10/07

Pacificados os quiere el señor

"En los términos utilizados actualmente por los llamados «Grupos de resolución de conflictos», de tanta fama artificial ahora mismo en Euskal Herria, podríamos denominar a la vieja táctica persa como «educación para la paz», cuando en la realidad es el proceso de incapacitación psicofísica para el ejercicio del derecho y de la necesidad a la autodefensa contra la opresión y la injusticia."

Petri Rekabarren
Boltxe.info

Siempre es necesario aprender de la historia de las naciones oprimidas. Nick Sekunda en su obra El Ejército Persa 560-330 A. C. (Ediciones del Prado, Col. Ospray Military, nº 38, Madrid 1994, p. 23) explica por qué el imperio persa encontraba cada vez más dificultades para contratar tropas mercenarias eficaces:

El conjunto de la población del que podían reclutarse estos mercenarios no era muy grande. La mayoría de las naciones del imperio hacía tiempo que habían dejado de proporcionar instrucción militar a sus jóvenes, de acuerdo con la política persa. Tras la conquista de Lidia, por ejemplo, se anuló cualquier tipo de instrucción militar a sus jóvenes, y en muy poco tiempo los lidios perdieron todo espíritu de revuelta. Incluso en el caso de querer resistirse al imperio no hubieran sabido cómo hacerlo. Así pues, la mayoría de los mercenarios tendían a reclutarse de naciones que todavía permanecían «libres». En la antigüedad esta palabra se podía usar casi como sinónimo de cualquier sociedad que proporcionara alguna forma de instrucción militar organizada a su juventud.

En los términos utilizados actualmente por los llamados «Grupos de resolución de conflictos», de tanta fama artificial ahora mismo en Euskal Herria, podríamos denominar a la vieja táctica persa como «educación para la paz», cuando en la realidad es el proceso de incapacitación psicofísica para el ejercicio del derecho y de la necesidad a la autodefensa contra la opresión y la injusticia. El imperio persa no descubrió ninguna nueva forma de «pacificación» sino que se limitó a aplicar a la juventud masculina de los pueblos que explotaba las muy eficaces formas de «educación para la paz» empleadas desde tiempos remotos por el sistema patriarcal contra las mujeres: prohibirles no solo el aprendizaje de las armas sino inculcarles, en especial, «la humildad y la paciencia». La historia de la liberación de la mujer muestra, primero, que su capacidad de resistencia no ha sido nunca extinguida y, segundo, que se refuerza con el desarrollo de armas más ligeras y mortales, sobre todo cuando rompe los barrotes de la cárcel familiar integrándose plenamente en la llamada «vida pública».

Para cuando Maquiavelo escribió su obra cumbre, El Príncipe, en 1513, las lecciones de las resistencias de los pueblos y de su capacidad para superar las sucesivas «educaciones para la paz» eran tales que pudo afirmar con total certidumbre histórica aquello de que «los suizos son muy libres porque disponen de armas propias». El pueblo suizo más empobrecido y explotado había demostrado su amor por la libertad cantonal y su negativa a pagar impuestos a la nobleza austríaca con la insurrección de 1240, aplastada en sangre: aún así nunca renunciaron al aprendizaje y uso de las armas hasta lograr la libertad medio siglo más tarde, manteniéndola desde entonces hasta ahora. Sin embargo, lo peor, lo más dañino para la libertad de los pueblos, no radica en la prohibición de poseer armas sino en la anulación de la conciencia de su derecho para hacerlo, para practicar la autodefensa cuando lo estime necesario; conciencia del derecho que es la base sobre la que puede levantarse luego la resistencia activa en cualquiera de sus formas, si se viera necesario hacerlo.

Los Estados y poderes establecidos siempre han prestado sumo interés en desarrollar los mejores métodos de «pacificación mental» de las naciones oprimidas y de sus clases trabajadoras. Todavía siguen vigentes en Hego Euskal Herria tácticas diseñadas en el famoso Plan ZEN del PSOE de comienzos de 1983, aunque más tarde se aplicaron también otras. Pero aquí no vamos a detenernos en las medidas aplicadas por el Estado español en el último tercio de siglo sino en los incuestionables efectos negativos que tienen para la conciencia popular los rechazos del derecho a la resistencia reiteradamente realizados por fuerzas sociopolíticas que tienen la confianza de amplios sectores de la nación oprimida. Es incuestionable que la decisión del PNV y del Gobierno Vasco de rendirse a los invasores italianos en 1937, de desmantelar una década después su pequeña pero muy simbólica fuerza armada acantonada en el Pirineo Occidental, de oponerse sistemáticamente a ETA, de aceptar las imposiciones españolas una tras otras, etcétera, ha debilitado mental y psicológicamente a decenas de miles de vascos y vascas que en cada una de esas coyunturas sí asumían el derecho a la resistencia, aunque dudasen de la posibilidad y/o necesidad de practicarla con todas sus consecuencias en esos momentos.

Con ciertas variantes, otro tanto tenemos que decir de la política del Partido Comunista de Euskadi y de España con su política de «reconciliación nacional» desde los años 50, con el abandono de toda defensa teórica y ética de la memoria de lucha y del heroísmo de la guerrilla, y sobre todo con su política sobre el ejército franquista y las fuerzas represivas desde los 70, política unida a las purgas de la militancia de izquierda de los sindicatos, movimientos populares, sociales y vecinales y del interior del partido. La aceptación de la monarquía franquista por otras izquierdas verbalmente más radicales que el PC, como la ORT y el PT, por ejemplo, y el ostentoso giro al centro derecha del PSOE, todo esto se sumó al mazazo político-moral dado por el PC precipitando en la segunda mitad de los años 80 el llamado «desencanto», que poco más tarde tendría una expresión propia en Hegoalde a raíz del estallido de EIA-EE y de la integración de algunos de sus grupos en el aparato estatal español e indirectamente mediante el rodeo de la burocracia del PNV.

Para la izquierda revolucionaria siempre ha sido un punto decisivo de debate calibrar de la forma más fiable posible los efectos negativos de esas claudicaciones sobre la conciencia popular. Se sabe que por lo general han sido desastrosos, dependiendo su gravedad de varios factores entre los que destaca la existencia en esos momentos de una sólida fuerza organizada capaz de aguantar el temporal, explicar al pueblo lo que está sucediendo y proponer alternativas coherentes para salir del atolladero. Tras la rendición de Santoña en 1937 el independentismo popular vasco dispuso de la fuerza organizada suficiente para seguir con la lucha contra el invasor franquista.
Después del desmantelamiento de finales de los años 40 y en medio de la pasividad acobardada en Hegoalde, surgió el embrión de otra fuerza que llegaría a ser decisiva con el tiempo: ETA. En los años 60 no se hizo esperar la reacción al reformismo del PC de Euskadi y de España con la lucha de ETA y con la proliferación de otras organizaciones revolucionarias, muchas de ellas escindidas de ETA pero también del mismo PC: sin esta amplia movilización clandestina difícilmente hubiera podido darse la oleada de lucha nacional de clase que vivificó Euskal Herria capacitándola para resistir los tremendos mazazos represivos que se multiplicaron desde entonces. El «desencanto» fue superado por la acción del MLNV y el Estado respondió con el endurecimiento represivo total desde la segunda mitad de los años 90 hasta ahora. De nuevo, el pueblo trabajador dispuso del instrumento político y teórico organizado centralizador del grueso de sus luchas en el plano estratégico.

A lo largo de esta prolongada experiencia a la que, con matices, podemos añadir la anterior habida en la Euskal Herria del Régimen Foral que garantizaba formalmente la defensa de las libertades vascas, lo menos importante ahora es el ejercicio popular de la violencia defensiva tácticamente en cada período porque lo que estamos exponiendo es una condición previa imprescindible: si por las razones que fueran el pueblo puede estar siendo «educacionalmente pacificado» en el sentido profundo dado por N. Sekunda, si esto puede estar ocurriendo, entonces hay que replantearse toda la política que facilita esa «normalización». Más aún, dada la importancia del problema, es necesario repasar cada determinado tiempo si por errores de la izquierda o porque esta o una parte de ella haya optado abiertamente por una línea política que, al margen de su voluntad, desborde las intenciones primeras y facilite la «pacificación mental» del pueblo.

Desde hace algún tiempo, una parte de la izquierda abertzale lleva en este sentido una línea política caracterizada por cinco cuestiones: una, insistir en que sus objetivos pueden lograrse únicamente mediante la acción política, democrática y pacífica; dos, abandonar toda referencia práctica y teórica a las violencias estructurales, objetivas y permanentes, sean visibles o invisibles, que a diario golpean al pueblo trabajador; tres, una interpretación histórica neutralista y aséptica, «equidistante», de los largos años de lucha armada defensiva y del llamado «problema de las víctimas»; cuatro, condenar y rechazar toda forma de resistencia y denuncia violenta practicada por cualquier colectivo en protesta de la violencia estructural, ofensiva e injusta; y, cinco, mantener un mutismo absoluto sobre el modelo de seguridad civil democrática y popular inserto en un plan de autodefensa nacional. Veámoslo uno por uno.

Uno, insistir en que sus objetivos pueden lograrse únicamente mediante la acción política, democrática y pacífica. Desde la irrupción definitiva del capitalismo industrial y minero a finales del siglo XIX, la vida sociopolítica, económica y cultural vasca ha estado unida a una enrevesada interacción de las violencias opresoras y oprimidas; la lucha armada practicada por ETA es solo una pequeña porción de los múltiples conflictos habidos, que siguen habiendo y que habrá sí o sí, aunque ETA haya abandonado la lucha armada. Desde esta perspectiva, que es la única válida para comprender el problema en su significado profundo y de futuro, la insistencia unilateral, absoluta, sin matices ni excepciones, en el pacifismo, solo acarrea desconcierto en una parte amplia de la militancia, malestar en otra y euforia en el reformismo y en la burguesía. La identificación de la «democracia» y de la «política» con el pacifismo institucionalista, multiplica los efectos negativos de semejante simplismo idealista. Por si fuera poco, las meras alusiones verbales a una «desobediencia civil» y a una «acción no-violenta» que apenas se realizan en su contenido radical, pese a las promesas realizadas en su momento, no hacen sino aumentar el desconcierto y la frustración en una parte, y la euforia en el sistema.

Dos, abandonar toda referencia práctica y teórica a las violencias estructurales, objetivas y permanentes, sean visibles o invisibles, que a diario golpean al pueblo trabajador. Las denuncias de las violencias que se han hecho han sido muy contadas e inmediatistas porque han respondido a agresiones represivas previas, a detenciones generalmente. Han sido denuncias superficiales e inmediatistas porque se limitan al hecho aislado y pasajero, sin estar insertas de un programa sistemático de estudio de las violencias estructurales y objetivas que padece nuestro pueblo a diario. Es cierto que hay colectivos que luchan contra violencias específicas -patronal y burguesa, patriarcal y adulta, racista, estatales, etcétera-, pero no hay ningún proyecto de coordinarlas en una dinámica nacional de respuesta aunque sea en el plano teórico-político. Debido a esta ausencia, se debilita la percepción de la unicidad elemental de la violencia opresora y se fortalece la creencia de que no existe una coherencia de fondo opresor sino pequeñas micro-violencias y micro-explotaciones separadas entre sí. Al debilitarse la visión teórica unitaria se fortalecen las tesis de las múltiples micro-resistencias aisladas entre sí, pero unidas por el dogma del pacifismo, generalizándose la creencia de que puede acabarse con las micro-opresiones aisladas mediante otras tantas micro-movilizaciones aisladas: ha triunfado así la máxima político-militar romana de divide y vencerás.

Tres, una interpretación histórica neutralista y aséptica, «equidistante», de los largos años de lucha armada defensiva y del llamado «problema de las víctimas». Tal vez esta sea una de las «novedades» que más daño está haciendo en amplios sectores de las bases independentistas, no exclusivamente en su militancia más consciente. Decimos «novedades» porque si bien era perceptible un debilitamiento en los tres últimos lustros de la explicación teórica y ética de la violencia defensiva como forma táctica inserta en el principio de mal menor necesario, no es menos cierto que en los últimos años ha desaparecido cualquier preocupación por contrarrestar la reaccionaria ideología burguesa al respecto. En especial no explicar entre el pueblo una serie de realidades, teorías y principios éticos sin los cuales termina de imponerse más temprano que tarde la ideología burguesa en cualquiera de sus expresiones. La forma más peligrosa y dañina, además de falsa, que ha desarrollado una parte de la izquierda vasca en el momento de la evaluación de la violencia defensiva ha sido la de decir que respondía a la emotividad y no a la razón política, a reacciones de ira y no de racionalidad, y que ahora, en esta «nueva situación», la política ha de ser racional y no emocional. En su momento criticaremos radicalmente esta aberración que justifica, entre otras barbaridades, las presiones a familiares de militantes asesinados para su consentimiento para la retirada de placas en su memoria y honor, dos fuerzas decisivas para la supervivencia de toda nación oprimida.

Cuarto, condenar y rechazar toda forma de resistencia y denuncia violenta practicada por cualquier colectivo en protesta de la violencia estructural, ofensiva e injusta. Este punto es un correlato necesario de los tres anteriores porque una vez llegados a tales niveles solo queda el paso de oponerse a cualquier autodefensa no pacifista y no legalista.
La lista de condenas y rechazos es lo suficientemente contundente y significativa como para alargarnos en ella, ya que lo importante ahora es analizar la coherencia interna de los cuatro puntos -y del quinto que veremos- porque se necesitan mutuamente. No se puede ser pacifista aceptando solo algunas violencias y rechazando el resto; no se puede despreciar la teoría revolucionaria aceptando algunas prácticas de resistencia violenta ya que existiría una contradicción irresoluble; y no puede pretenderse ser neutral y equidistante en la revisión de la historia si se siguen aceptando algunas formas de violencia de respuesta contra la opresión. El supuesto «realismo político» actual que justifica la auto-amputación de nuestra propia memoria y honor no puede ir acompañado de la aceptación de algunas formas de protesta violenta porque entonces ¿dónde está el límite entre unas y otras?

Y quinto, mantener un mutismo absoluto sobre el modelo de seguridad civil democrática y popular inserto en un plan de autodefensa nacional. Ninguno de los cuatro puntos anteriores adquiriría su coherencia plena sin este mutismo público en lo tocante al papel de las llamadas «fuerzas del orden» en el presente y a las alternativas concretas actuales urgentes y necesarias así como a las generales futuras. Las campañas del Alde Hemendik, del Ospa Eguna, y otras idénticas, permanentes en el pasado, han desaparecido casi en su totalidad ahora, a excepción de las recuperaciones que empiezan a proliferar desde iniciativas populares que no de la izquierda abertzale «oficial». Pero la pregunta surge al instante: ¿qué sistema democrático de seguridad nacional integral sustituirá a las fuerzas de ocupación, a la Ertzaintza y a la Policía Foral? La política del avestruz solo empeora el problema porque, mientras tanto, el Estado y la burguesía vasca gana tiempo en medio del desconcierto popular. Pero la crítica radical que hay que hacer al mutismo consiste en que no puede negarse al pueblo su intervención democrática en esta cuestión, tratándole con el mismo desprecio burocrático que ha recibido la militancia de base de Sortu, que sigue sin conocer oficialmente el resultado del debate realizado hace aproximadamente dos años.

Concluyendo: ¿sufrirá el pueblo trabajador vasco la misma suerte que el lidio, que cuando quiso defenderse había olvidado además del uso de las armas, la imprescindible noción de libertad?

Petri Rekabarren
26 de septiembre de 2014

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