"El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Es lo que yo llamo fascismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejarlo todo a merced del mercado. Destruye a las personas"
Gara
Seguro que recordaréis aquel anuncio de Wonderbra en el que una rubia en sujetador nos exhortaba:«Mírame a los ojos. ¡He dicho a los ojos!». Pues el creador -¡creativos se les llama a los publicistas!- de aquella genialidad, y de otras de igual fama, es el francés Frederick Beigbeder, quien poco después cayó del caballo y escribió la novela «13'99», en la que ponía a parir al mundo de la publicidad, consiguiendo su fulminante despido y arrancando una carrera de escritor cuyo último fruto es «Socorro, perdón», novela en la que vuelve a meter el dedo en la llaga de la publicidad denunciando la manipulación del cuerpo femenino con el único fin de vender. «El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Es lo que yo llamo fascismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejarlo todo a merced del mercado. Destruye a las personas», ha declarado.
La palabra «obsceno» viene de obs/sceno: fuera del escenario; esto es, cuando se sitúa en escena, a la vista de todos, algo que debería suceder fuera de ella, en privado. En este sentido se me ocurre que teatro y publicidad son contrarios. La finalidad profunda del teatro es poner en escena la fealdad humana, mostrarnos lo que no queremos ver y preferimos ignorar, por muy obsceno que pueda parecerles a muchos. La publicidad idealiza y falsea y prostituye la realidad, nos la oculta dejando fuera de escena lo que le conviene, toda su miseria; ella sí que es obscena aunque no nos lo parezca. «Escribo desde la cólera», añadía Beigbeder, «la cólera que me hace sentir el omnipresente empeño por vender a costa de lo que sea». Cólera.
La cabaretera cantante alemana, pero germanófoba, Ute Lemper, que tanto ha cantado a Kurt Weil y a Bertolt Brech y que ha trabajado con directores escénicos y coreógrafos del prestigio de Jérôme Savary, Maurice Bejart o Pina Bausch dijo algo así como: «Ahora la música es un mueble, contribuye a crear el ambiente. Ya no es un grito de supervivencia, de desesperación. Se recompensa sólo lo comercial, todo está globalizado por la televisión y la moda». Cólera. Desesperación. El provocador y audaz director escénico Calixto Bieito ha manifestado hace unos días que lucha por no perder «ni la furia, ni la inocencia, ni el mal humor»; y añadió: «El teatro ha de golpear de forma metafórica, pues los individuos somos muy miserables. Si quieren otra cosa que vayan a ver Disney». Y yo pienso en cuánto me recuerda a ese mundo de fantasía de Disney la inmensa mayoría del festivo teatro que cae por aquí en estas tórridas fechas. Cólera. Desesperación. Furia.
Seguro que recordaréis aquel anuncio de Wonderbra en el que una rubia en sujetador nos exhortaba:«Mírame a los ojos. ¡He dicho a los ojos!». Pues el creador -¡creativos se les llama a los publicistas!- de aquella genialidad, y de otras de igual fama, es el francés Frederick Beigbeder, quien poco después cayó del caballo y escribió la novela «13'99», en la que ponía a parir al mundo de la publicidad, consiguiendo su fulminante despido y arrancando una carrera de escritor cuyo último fruto es «Socorro, perdón», novela en la que vuelve a meter el dedo en la llaga de la publicidad denunciando la manipulación del cuerpo femenino con el único fin de vender. «El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Es lo que yo llamo fascismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejarlo todo a merced del mercado. Destruye a las personas», ha declarado.
La palabra «obsceno» viene de obs/sceno: fuera del escenario; esto es, cuando se sitúa en escena, a la vista de todos, algo que debería suceder fuera de ella, en privado. En este sentido se me ocurre que teatro y publicidad son contrarios. La finalidad profunda del teatro es poner en escena la fealdad humana, mostrarnos lo que no queremos ver y preferimos ignorar, por muy obsceno que pueda parecerles a muchos. La publicidad idealiza y falsea y prostituye la realidad, nos la oculta dejando fuera de escena lo que le conviene, toda su miseria; ella sí que es obscena aunque no nos lo parezca. «Escribo desde la cólera», añadía Beigbeder, «la cólera que me hace sentir el omnipresente empeño por vender a costa de lo que sea». Cólera.
La cabaretera cantante alemana, pero germanófoba, Ute Lemper, que tanto ha cantado a Kurt Weil y a Bertolt Brech y que ha trabajado con directores escénicos y coreógrafos del prestigio de Jérôme Savary, Maurice Bejart o Pina Bausch dijo algo así como: «Ahora la música es un mueble, contribuye a crear el ambiente. Ya no es un grito de supervivencia, de desesperación. Se recompensa sólo lo comercial, todo está globalizado por la televisión y la moda». Cólera. Desesperación. El provocador y audaz director escénico Calixto Bieito ha manifestado hace unos días que lucha por no perder «ni la furia, ni la inocencia, ni el mal humor»; y añadió: «El teatro ha de golpear de forma metafórica, pues los individuos somos muy miserables. Si quieren otra cosa que vayan a ver Disney». Y yo pienso en cuánto me recuerda a ese mundo de fantasía de Disney la inmensa mayoría del festivo teatro que cae por aquí en estas tórridas fechas. Cólera. Desesperación. Furia.
Josu Montero
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