Tasio Erkizia, militante de la izquierda abertzale (GARA)
El Gobierno de Zapatero publicó el Decreto 52/2007 de 26 de diciembre por los que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura. Dicho Decreto, en su artículo 2, reconoce a todos los perjudicados por las tropelías de la época del franquismo «el derecho a la reparación moral y a la recuperación de su memoria personal y familiar, se reconoce y declara el carácter radicalmente injusto de todas las condenas, sanciones y cualesquiera formas de violencia...», y añade en el párrafo siguiente que las razones a que se refiere el apartado anterior incluyen, entre otras, las «conductas vinculadas con opciones culturales, lingüísticas o de orientación sexual».
Al hilo de esta ley y con el apoyo fundamentalmente de numerosos organismos que han ido surgiendo por iniciativa de los familiares y sectores populares en distintos pueblos de Euskal Herria se están celebrando actos de desagravio y ensalzamiento de los luchadores que defendieron la II República surgida de la votación popular y que se enfrentaron valientemente a los fascistas. Se está procediendo a recuperar el honor y el buen nombre de los gudaris que dieron la vida por la libertad de nuestro pueblo y el ideal de una sociedad mejor. Asimismo, la Iglesia católica, cuya jerarquía se unió a Franco de manera tan entusiasta, se ha atrevido hace pocas fechas a pedir perdón por haber ensuciado el buen nombre de los curas antifranquista fusilados y de esa manera rendirles un sentido homenaje.
Por otra parte, han comenzado a levantar la voz personas y colectivos que fueron despreciados y perseguidos exclusivamente debido a su orientación sexual. Aunque tarde, bienvenidos son todos los homenajes y el reconocimiento de los que fueron víctimas de la tiranía de los franquistas. Y bueno sería que ese reconocimiento se fuera extendiendo a todos los sectores democráticos de la sociedad hasta quedar en evidencia quiénes son los que hacen una apuesta por respetar la voluntad popular y quiénes todavía hoy siguen apoyando los mismos métodos dictatoriales e impositivos del año 1936.
Pero, curiosamente, nadie ha hablado de la persecución especialmente virulenta y de graves repercusiones a la que se le sometió al euskara en nuestro pueblo por parte de los franquistas. Persecución que fue especialmente descarada en los años de la guerra, pero que perduró durante todos los años de la dictadura. Una lucha orientada sin disimulos a la progresiva desaparición de nuestro idioma y que se concretó en presiones, prohibiciones, multas e incluso encarcelamientos, todo ello apoyado por una constante represión ideológica de largo alcance y cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días.
Hay trabajos realizados sobre los factores que han incidido en el proceso de minorización del euskara y uno de los más documentados sin duda alguna es la obra de Juan Mari Torrealdai «El libro negro del euskara» (editorial Ttartalo, 1998), en el que se aportan datos demoledores en forma de testimonios, bandos de los correspondientes gobernadores civiles y militares, y citas textuales que dan idea de la represión que el régimen de Franco desató contra nuestro idioma.
Es cierto que el retroceso que ha sufrido nuestro idioma tiene origen en distintos factores sociolingüísticos y que no son exclusivos del tiempo del franquismo. Pero no es menos cierto que la represión ideológica de la que ha sido objeto el euskara y la cultura euskaldun en aquellos cuarenta largos años de fascismo español son un factor determinante para entender la delicada situación que vive en la actualidad y que recientemente ha llevado a expertos de la ONU a expresar públicamente su preocupación sobre el peligro real de extinción.
Miles de familias vascas perdieron el euskara como consecuencia de las multas, las amenazas y la persecución sistemática. Así las cosas, numerosos hijos e hijas de padres euskaldunes desconocen nuestro idioma como consecuencia de la marginación a la que se le sometió. Son innumerables los casos de personas que a la hora de comer o cenar ponían la radio en su ventana para que los vecinos no les denunciaran por la lengua que utilizaban en casa; multas y represalias por utilizar su idioma nativo en la calle con sus amigos; prohibición de poner nombres vascos a los recién nacidos; prohibición de utilizar nuestro idioma en los hoteles, en los registros, en las escrituras públicas e incluso en las inscripciones de las tumbas; cierres de revistas y prohibiciones de programas de radio por el mismo motivo, etcétera, etcétera.
¿Y qué decir del especial celo que pusieron para erradicar cualquier vestigio de nuestro idioma en las escuelas? No contentos con impartir obligatoriamente toda la enseñanza en castellano, prohibían taxativamente la utilización del euskara en los recreos y en las relaciones informales de los alumnos y alumnas, siendo «el castigo del anillo» algo corrientemente utilizado por muchos maestros afines al régimen.
Y junto con todas estas medidas, especialmente relevante ha sido la represión ideológica que han ejercido, hasta el punto de que muchos euskaldunes hayan sentido vergüenza por su propio idioma. Numerosos son los bandos, directrices gubernamentales, artículos de opinión y textos de los largos años de dictadura en los que han despreciado el euskara considerando como simple dialecto, de una categoría inferior al castellano, lengua de los incultos y «caseros». Y su utilización era considerada como de mala educación, falta de buen gusto y de elegancia, entre otras lindezas. ¿Cuántas veces nos han avergonzado con un «háblame en cristiano»? Tal ha sido el afán que han puesto en la erradicación del euskara, que en la represión lingüística han utilizado todos los mecanismos imaginables: desde las multas a los burdos castigos en las escuelas; desde los bandos intimidatorios a la obligación de hacer los sermones en castellano; desde multas y cortar el pelo al cero a las mujeres por hablar su idioma en la calle a la denuncia por utilizarla en el domicilio familiar. Y la constante intimidación para que en caso de que los fieles no supieran el castellano se hablara en euskara solamente en las horas en la que a la iglesia iban los pobres, es decir las misas anteriores a las ocho de la mañana, o la circular gubernamental del año 60 en el que concedían permiso a la editorial Mensajero para publicar en euskara pero exclusivamente sobre temas de poca monta o asuntos religiosos.
Tras semejante trato vejatorio sufrido por nuestro idioma ¿es acaso exagerado hablar de situación diglósica en la que está sumida la misma? ¿Es mucho pedir a las instituciones y a los partidos políticos un resarcimiento público del daño infligido a nuestro idioma durante tantos años?
Refrescar la memoria histórica sobre la persecución que ha sufrido nuestra lengua sería un ejercicio saludable para entender las verdaderas razones de la marginalidad en la que está sumida. Es más, un plan serio orientado a la recuperación progresiva del euskara, al objeto de conseguir una sociedad bilingüe en la que todos conozcamos ambos idiomas, exige tener en cuenta la persecución del que ha sido objeto y el reconocimiento de la injusta situación que atraviesa actualmente en gran parte como consecuencia de la misma.
Sería interesante debatir sobre el particular, porque analizar en profundidad «las razones» que utilizaron los franquistas para erradicar el euskara de la sociedad nos lleva a la conclusión de que son las mismas o parecidas a las que actualmente utilizan el PP y el PSOE. Profundizar sobre errores graves del pasado sería una buena actitud para abordar el futuro. Sin embargo, poco podemos esperar de las actuales instituciones y de partidos empeñados en no romper con el cordón umbilical del franquismo. Una vez más, la esperanza la hemos de depositar en los movimientos populares y en los sectores más comprometidos de la sociedad. ¿Seremos capaces de retomar el tema y presentar iniciativas imaginativas?
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