El Frente Nacional no es un fantasma, aunque sus vaivenes financieros y políticos hayan llevado al hundimiento de su buque, de esa sede gigantesca en Saint-Cloud desde la que capitaneaba unas políticas extremas que, en lo esencial, aplica hoy punto por punto su alter ego Sarkozy.
Con el navío en desguace, el Frente sigue contando y mucho para la gestión de municipios y regiones, donde las consignas de establecer un «cinturón de higiene democrática» se disipan bajo las más poderosas ambiciones de aquilatar gobiernos.
Después de todo no son tantas las distancias que separan a la derecha institucional de su papi terrible que es Le Pen. Por bajar a los ejemplos concretos, en su entronamiento como rey republicano en Versailles, Sarkozy sorteó las dificultades del debate político real con una socorrida alusión al burka.
El imitador de Napoleón elevo al rango de problema de Estado una polémica minúscula. Su anatema del burka, al margen de otras consideraciones, situó en el ojo del huracán a las 400 mujeres que Francia tiene censadas como portadoras de esa vestimenta. No parece una situación demasiado extendida, no al menos para convertirla en amenaza mayor para el paisaje republicano. Y que conste que una querría que el burla desapareciera del horizonte afgano, al igual que esos uniformes del Ejercito francés que participan de la ocupación de ese país sin aportar soluciones a la opresión que sufren sus ciudadanas.
Sarkozy arremete en París contra el burka y se corona en tanto que alumno avanzado de la igualdad de la mujer. Y, entre nosotros, gentes del FN evocan otro valor superior, la laicidad, para torpedear la construcción de una mezquita en Baiona.
Los ultras se amparan de otra causa justa, la que preconiza una gestión del paisaje urbano respetuosa con el interés general, y a la que han prestado su apoyo gentes de tanta solvencia ética e intelectual como el genetista Albert Jacquard, padrino de Lurrama y amigo de Euskal Herriko Laborantxa Ganbara.
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