En el caso del Estado francés, las olas migratorias de ultramar han sido una constante desde mediados del siglo XIX. El «nosotros» y el «ellos» ha jugado el papel referente en todo este tiempo, consecuencia de un discurso dominante y franco-centrista.
Joseba Macías
Gara (14-11-09)
El pasado 2 de noviembre, después de tomar el habitual café solo con croissant y Le Figaro, recorrer París en el coche oficial hasta el Ministerio (por el centro de la ciudad, évidemment) y saludar cortésmente a sus subalternos de acuerdo al protocolo y al manual institucional al uso desde 1789 (básicamente), el actual ministro francés de «Inmigración e Identidad Nacional», a la sazón antiguo militante del PSF, decidía lanzar a la opinión pública las bases de un profundo debate en torno precisamente a la cuestión de ser francés en tiempos como éstos.
Es cierto que la decisión del ministro Eric Besson no puede ser considerada como la consecuencia improvisada digamos de una mala noche o de la persistente lluvia matinal que amarga periódicamente a los parisinos en otoño, sino de una profunda y meditada reflexión gubernamental que simplemente trata de situar la cuestión de la identidad en el centro del debate político.
Al ritmo de «La Marsellesa», el jacobinismo y el orgullo de la vieja aldea gala siempre cercada por el enemigo exterior, las huestes de Nicolás Sarkozy proponen ahora una gran discusión nacional extendida a ciudades y provincias bajo la tutela de funcionarios, prefectos y gendarmes. Se trata, dicen oficialmente, de que hasta el próximo 31 de enero los ciudadanos y ciudadanas fijen los valores que definen qué es ser francés, sus rasgos de identidad, sus elementos culturales intrínsecos o sus referentes de orgullo nacional.
Pero no. Se trata, realmente, de un nuevo ejemplo de xenofobia inconfesa, de establecer distintas categorías de ciudadanía en función del origen y de elevar nuevos muros mientras, paradójicamente, se celebra con fastos millonarios el aniversario de la superación del Berlín dividido. Ahora, mientras la amnesia colectiva se extiende por el no tan lejano pasado colonial francés, el gobierno conservador trata de movilizar al electorado más reaccionario de cara a las próximas elecciones regionales de marzo de 2010.
La reivindicación del orgullo nacional es el arma utilizada para la conculcación de los derechos de millones de franceses considerados ciudadanos y ciudadanas de segunda. Pero también el fiel reflejo de una política de integración fracasada en una República sumida en una profunda crisis de valores en el marco de un mundo globalizado, con una Unión Europea llena de supuestos peligros para los liderazgos nacionales o con un dominio estratégico estadounidense que limita la posición francesa y potencia, en función de sus intereses, la nueva hegemonía asiática.
El escritor libanés Amin Maalouf esquematizaba en su fundamental «Identidades asesinas» el eje central de lo que ahora se plantea a debate: «La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos que evidentemente no se limitan a los que figuran en los registros oficiales. La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece a una tradición religiosa; a una nación, y en ocasiones a dos; a un grupo étnico o lingüístico; a una familia más o menos extensa; a una profesión; a una institución; a un determinado ámbito social (...) Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible». ¿Cómo definir entonces el «ser francés»? ¿Cómo «ordenar» los elementos contradictorios que conviven en la delimitación del concepto? ¿Identidad nacional como referente espiritual o como reflejo del pluralismo cultural? Y, por fin, ¿cuál es realmente el objetivo para plantear una inequívoca «denominación de origen francesa» que recuerde, no sé, pongamos el label de los vinos de Borgoña?
Las identidades no se imponen, se eligen, como bien sabemos y queremos demostrar en la práctica por ejemplo buena parte de los ciudadanos vascos y vascas de este nuevo siglo. Un sentimiento común de pertenencia sustentado en el factor subjetivo de cada uno de nosotros y en el del resto de la comunidad. En el caso del Estado francés, las olas migratorias de ultramar han sido una constante desde mediados del siglo XIX. El «nosotros» y el «ellos» ha jugado el papel referente en todo este tiempo, consecuencia de un discurso dominante y franco-centrista.
Una realidad que ha incorporado nuevos miedos y rechazos desde el 11-S. En esta Francia de hoy, donde al menos un 20% de sus habitantes censados tiene un origen inmigrante, el modelo universalista supuestamente en vigencia choca cotidianamente con una realidad de nuevas situaciones sociales que muestran la hipocresía de su formulación. En la igualdad de oportunidades laborales, en la preparación profesional, en la educación, en el acceso a las viviendas, en los mecanismos de marginación... Los originarios de países de ultramar y sus hijos han sido señalados como permanente amenaza para la seguridad nacional. «No son franceses o al menos no tanto como deberían serlo». Un discurso que penetra diariamente en la realidad del país.
Ahora bien, ¿cuál es la forma apropiada, repetimos, de ser francés? ¿Cuál es el límite real y no escrito respecto a la raza, el color, el origen o la religión? ¿No será, quizá, una nueva reproducción de los argumentos de clase frente a otro tipo de variables? Y yendo incluso más allá: si atendemos a la defensa simbólica de los «tótems» del orgullo patrio, ¿no son ciudadanos franceses, entonces, los miles de seguidores futbolísticos, provenientes mayoritariamente de los barrios periféricos de la metrópolis parisina, que el 14 de octubre de 2008 abuchearon en Saint Denis las notas del himno nacional durante la celebración del partido amistoso Francia-Túnez, como había ocurrido años atrás en los enfrentamientos contra Argelia (2001) o Marruecos (2008)?
En honor a la verdad, hay que señalar que frente a un amplio lobby de medios de comunicación que viene contribuyendo ordenada y disciplinadamente a la propuesta conservadora de estigmatización del otro, la prensa más crítica ha planteado en estas últimas semanas una marcada línea sarcástica e irónica respecto al debate puesto en marcha y los contenidos de la web oficial que recoge, supuestamente, todas las intervenciones (www.debatidentitenationale.fr).
Lo mismo ocurre con buena parte de los mejores humoristas gráficos del país que han encontrado en la propuesta gubernamental una fuente permanente de ideas brillantes. O con la música. Como señala la letra de una de las canciones de Diam's, una rapera franco-chipriota que se ha convertido en ídolo de millones de jóvenes en el país en los últimos años, «Mi Francia, la mía, no es la de éstos. Está compuesta por chavales que hablan fuerte y se acuestan tarde; por mujeres que de tanto trabajar aman mejor; por muchachos que juegan al baloncesto hasta el alba, que venden drogas de mierda a los burgueses porque esa mierda trae a casa algo de comida... Y la casa es el amor y el amor, en nuestra era, es un bien escaso».
Lo mismo ocurre con buena parte de los mejores humoristas gráficos del país que han encontrado en la propuesta gubernamental una fuente permanente de ideas brillantes. O con la música. Como señala la letra de una de las canciones de Diam's, una rapera franco-chipriota que se ha convertido en ídolo de millones de jóvenes en el país en los últimos años, «Mi Francia, la mía, no es la de éstos. Está compuesta por chavales que hablan fuerte y se acuestan tarde; por mujeres que de tanto trabajar aman mejor; por muchachos que juegan al baloncesto hasta el alba, que venden drogas de mierda a los burgueses porque esa mierda trae a casa algo de comida... Y la casa es el amor y el amor, en nuestra era, es un bien escaso».
C´est tout.
No hay comentarios:
Publicar un comentario