"Ese sistema autoritario que se ha ido gestando en los últimos años alcanza su cénit con la Ley de Partidos Políticos. Las condiciones que en ella se establecen se han ido ampliando en cantidad y degradando en calidad democrática en idéntica proporción de los esfuerzos que ha realizado su diana -un sector de población en continua expansión- para salir del ámbito de tiro."
GARA
En su artículo, Arzuaga se refiere a la obra de George Orwell «1984» por la similitud que percibe entre la sociedad que el escritor británico anunciaba para el año que da título a su novela y la que pretenden los poderes del Estado español para los vascos por medio férreo control del pensamiento de los ciudadanos. En cuanto a la impugnación de las listas de Bildu, los «argumentos» aportados por la Abogacía y la Fiscalía del Estado serían un fraude jurídico favorecido por ese control, lo cual evidencia aún más la comparación reseñada.
Nos lo hicieron leer en el instituto. George Orwell fechó en 1984 -año que da título a su novela- una sociedad futura sojuzgada y alienada bajo el control absoluto del poder. Dibujó un futuro distópico -opuesto a utópico- en el que la élite sometía al pueblo a vigilancia continua, para perseguir el mayor de los delitos concebibles en el sistema totalitario que el autor imaginaba: el crimental o crimen mental. El delito de pensamiento. Un comentario irrelevante, un lapsus linguae o incluso una frase murmurada entre sueños será indicio suficiente para acabar con esa persona que no tiene absolutamente interiorizado el pensamiento del sistema. La condena consistirá en pasar a ser nopersona. Un ciudadano sin derechos.
Como recién salido de la novela, Pérez Rubalcaba, responsable del Ministerio de la Paz y Ministerio de la Verdad, tiene entre sus funciones, además de dirigir la guerra, falsear la realidad y manipular la opinión pública. Que nadie se extrañe por la aparente contradicción entre las palabras y su significado real. Esta discrepancia se denomina doblepensar en el nuevo sistema totalitario. ¿Ejemplos? La imposición se esconde tras el término «democracia»; la represión se justifica en «el estado de derecho» que nunca está en tregua; la libertad es más cárcel, la igualdad se expresa con la dicotomía «víctimas y verdugos» o en su deseable versión futura: «vencedores y vencidos»; el sufragio universal depende de si eres «blanco o negro», «limpio o contaminado».
Ese sistema autoritario que se ha ido gestando en los últimos años alcanza su cénit con la Ley de Partidos Políticos. Las condiciones que en ella se establecen se han ido ampliando en cantidad y degradando en calidad democrática en idéntica proporción de los esfuerzos que ha realizado su diana -un sector de población en continua expansión- para salir del ámbito de tiro. La ley -decían-, es para cumplirla. Ahora se convierte en listón inalcanzable que imposibilite su cumplimiento.
Esperamos la enésima interpretación de un tribunal, esta vez ante las candidaturas de Bildu, y lo que me interesa valorar ahora son los cimientos sobre los que han sostenido sus demandas la Fiscalía y el Abogado del Estado. El proceso se inicia con la recopilación brutal de toda la información que ha caído en manos de la policía en las últimas décadas, información sistematizada en un fichero secreto y ajeno a cualquier supervisión externa. Tras semejante acumulación de reseñas, una vez publicadas las candidaturas de Bildu en los respectivos Boletines oficiales, la Policía simplemente ha tecleado el nombre en la casilla de «buscar» de la aplicación informática y ha dado al enter. En la pantalla aparece el historial personal de cada cual. Toda esa información es de vital importancia como material policial, por eso que comentábamos del control social. Intuíamos que tenían estos archivos y algunos abogados así lo han denunciado ante las instancias oportunas.
Pero como ahora la situación es desesperada, se han visto en la obligación de echar mano de cualquier apunte de saldo sobre el que aventurar una impugnación: participación electoral hace decenios, prestar aval notarial a ciertas candidaturas, exhibición de fotos de presos, colocación de carteles de sindicatos legales, asistencia a conciertos, participación en actos de cualesquiera asociaciones, grupo o iniciativa, parentescos, visitas, comunicaciones, movimientos... ¡Todo vale! Ares aporta también sus datos, lo cual no impide que López diga que la demanda presentada es un «papelón» para los tribunales.
A lo que voy: datos personales que según opinión sentada por el propio Tribunal Constitucional no servirían para impugnar una lista. Éste estableció que sería proporcionado y legítimo «valerse de datos personales obtenidos en fuentes accesibles al público». A contrario sensu, interpretaríamos que el alto Tribunal niega la licitud de aquellos otros datos personales no obtenidos por medio de fuentes o tratamientos accesibles al público.
En consecuencia, a las 40.000 personas que este mismo periódico correctamente contabilizó como candidatos, apoderados o interventores -información extraíble de fuentes públicas- ahora se debe añadir una cuota de cientos de miles de ciudadanos de los cuales se ha recabado información en controles de carretera, seguimientos, chequeos rutinarios en establecimientos oficiales, antecedentes penales, causas abiertas y cerradas, acusaciones no contrastadas, reseñas periodísticas... Millones de entradas, tantas como conversaciones se han iniciado con un ¡buenos días, disculpe las molestias!, palabras acompañadas de un saludo marcial y un fusil. Acción que Rubalcaba, el ministro de la Verdad, ha denominado en el neolenguaje del régimen «no chuparse el dedo». En definitiva, material consecuencia de una vigilancia continua sobre a dónde vamos, de dónde venimos, lo que somos, lo que hacemos y lo que pensamos. Acontecimientos vistos con las dioptrías de un policía que levanta actas de nuestra vida, de nuestra ideología, de nuestras experiencias más íntimas, almacena retazos de nuestra esfera privada, los cruza con otros pedazos contenidos en otros archivos en posesión de otras administraciones y extrae sus propias conclusiones. Historial inaccesible, inaprensible por el interesado y, por tanto, inimpugnable, inapelable e imborrable por el ya afectado. Datos viciados. Datos corruptos. Datos clandestinos. Datos ilegales.
¿Qué hace del presente caso algo insoportable? Que han tenido que rescatar esos ficheros de las alcantarillas para forzar sobre ellos una decisión de Estado. Que se han visto en la necesidad de destapar públicamente lo que nos temíamos que había en sus catacumbas. Que para evitar la participación en elecciones libres de miles de ciudadanos -su verdadera prioridad- han desvelado un ingente trabajo de décadas que ha aniquilado la última barrera de protección del ser humano: su intimidad, su personalidad, su privacidad. Que nos evidencia que vivimos en un estado policial en estado puro.
Pasó hace mucho el año en que Orwell dató, en forma de aviso de lo que se cernía, una lúcida visión de a dónde podía llegar la supervisión incontrolada del poder sobre la ciudadanía. Sea ésta sutil o de la manera más grosera -como la que hoy ha aparecido tras la cortina-. La realidad ha dejado ridícula a la ficción. La verdadera dimensión del control social, que ha adquirido la vigencia y el nivel de perfeccionado técnico más alto de toda la historia de la humanidad, se ha servido hoy a la mesa.
Pero tal vez la mayor miseria es que la terrible distopía del omnipresente Gran Hermano es presentada como una utopía y así asumida por millones de individuos alienados. El ministro de la Paz y la Verdad nos quiere hacer creer que despojar de personalidad a ciudadanos y ciudadanas, la evaporación civil y política de los contaminados, el fraude electoral y la ilegitimidad de las instituciones resultantes son los ingredientes de un futuro mejor, más feliz.
1984 no es futuro. Es pasado.
Nos lo hicieron leer en el instituto. George Orwell fechó en 1984 -año que da título a su novela- una sociedad futura sojuzgada y alienada bajo el control absoluto del poder. Dibujó un futuro distópico -opuesto a utópico- en el que la élite sometía al pueblo a vigilancia continua, para perseguir el mayor de los delitos concebibles en el sistema totalitario que el autor imaginaba: el crimental o crimen mental. El delito de pensamiento. Un comentario irrelevante, un lapsus linguae o incluso una frase murmurada entre sueños será indicio suficiente para acabar con esa persona que no tiene absolutamente interiorizado el pensamiento del sistema. La condena consistirá en pasar a ser nopersona. Un ciudadano sin derechos.
Como recién salido de la novela, Pérez Rubalcaba, responsable del Ministerio de la Paz y Ministerio de la Verdad, tiene entre sus funciones, además de dirigir la guerra, falsear la realidad y manipular la opinión pública. Que nadie se extrañe por la aparente contradicción entre las palabras y su significado real. Esta discrepancia se denomina doblepensar en el nuevo sistema totalitario. ¿Ejemplos? La imposición se esconde tras el término «democracia»; la represión se justifica en «el estado de derecho» que nunca está en tregua; la libertad es más cárcel, la igualdad se expresa con la dicotomía «víctimas y verdugos» o en su deseable versión futura: «vencedores y vencidos»; el sufragio universal depende de si eres «blanco o negro», «limpio o contaminado».
Ese sistema autoritario que se ha ido gestando en los últimos años alcanza su cénit con la Ley de Partidos Políticos. Las condiciones que en ella se establecen se han ido ampliando en cantidad y degradando en calidad democrática en idéntica proporción de los esfuerzos que ha realizado su diana -un sector de población en continua expansión- para salir del ámbito de tiro. La ley -decían-, es para cumplirla. Ahora se convierte en listón inalcanzable que imposibilite su cumplimiento.
Esperamos la enésima interpretación de un tribunal, esta vez ante las candidaturas de Bildu, y lo que me interesa valorar ahora son los cimientos sobre los que han sostenido sus demandas la Fiscalía y el Abogado del Estado. El proceso se inicia con la recopilación brutal de toda la información que ha caído en manos de la policía en las últimas décadas, información sistematizada en un fichero secreto y ajeno a cualquier supervisión externa. Tras semejante acumulación de reseñas, una vez publicadas las candidaturas de Bildu en los respectivos Boletines oficiales, la Policía simplemente ha tecleado el nombre en la casilla de «buscar» de la aplicación informática y ha dado al enter. En la pantalla aparece el historial personal de cada cual. Toda esa información es de vital importancia como material policial, por eso que comentábamos del control social. Intuíamos que tenían estos archivos y algunos abogados así lo han denunciado ante las instancias oportunas.
Pero como ahora la situación es desesperada, se han visto en la obligación de echar mano de cualquier apunte de saldo sobre el que aventurar una impugnación: participación electoral hace decenios, prestar aval notarial a ciertas candidaturas, exhibición de fotos de presos, colocación de carteles de sindicatos legales, asistencia a conciertos, participación en actos de cualesquiera asociaciones, grupo o iniciativa, parentescos, visitas, comunicaciones, movimientos... ¡Todo vale! Ares aporta también sus datos, lo cual no impide que López diga que la demanda presentada es un «papelón» para los tribunales.
A lo que voy: datos personales que según opinión sentada por el propio Tribunal Constitucional no servirían para impugnar una lista. Éste estableció que sería proporcionado y legítimo «valerse de datos personales obtenidos en fuentes accesibles al público». A contrario sensu, interpretaríamos que el alto Tribunal niega la licitud de aquellos otros datos personales no obtenidos por medio de fuentes o tratamientos accesibles al público.
En consecuencia, a las 40.000 personas que este mismo periódico correctamente contabilizó como candidatos, apoderados o interventores -información extraíble de fuentes públicas- ahora se debe añadir una cuota de cientos de miles de ciudadanos de los cuales se ha recabado información en controles de carretera, seguimientos, chequeos rutinarios en establecimientos oficiales, antecedentes penales, causas abiertas y cerradas, acusaciones no contrastadas, reseñas periodísticas... Millones de entradas, tantas como conversaciones se han iniciado con un ¡buenos días, disculpe las molestias!, palabras acompañadas de un saludo marcial y un fusil. Acción que Rubalcaba, el ministro de la Verdad, ha denominado en el neolenguaje del régimen «no chuparse el dedo». En definitiva, material consecuencia de una vigilancia continua sobre a dónde vamos, de dónde venimos, lo que somos, lo que hacemos y lo que pensamos. Acontecimientos vistos con las dioptrías de un policía que levanta actas de nuestra vida, de nuestra ideología, de nuestras experiencias más íntimas, almacena retazos de nuestra esfera privada, los cruza con otros pedazos contenidos en otros archivos en posesión de otras administraciones y extrae sus propias conclusiones. Historial inaccesible, inaprensible por el interesado y, por tanto, inimpugnable, inapelable e imborrable por el ya afectado. Datos viciados. Datos corruptos. Datos clandestinos. Datos ilegales.
¿Qué hace del presente caso algo insoportable? Que han tenido que rescatar esos ficheros de las alcantarillas para forzar sobre ellos una decisión de Estado. Que se han visto en la necesidad de destapar públicamente lo que nos temíamos que había en sus catacumbas. Que para evitar la participación en elecciones libres de miles de ciudadanos -su verdadera prioridad- han desvelado un ingente trabajo de décadas que ha aniquilado la última barrera de protección del ser humano: su intimidad, su personalidad, su privacidad. Que nos evidencia que vivimos en un estado policial en estado puro.
Pasó hace mucho el año en que Orwell dató, en forma de aviso de lo que se cernía, una lúcida visión de a dónde podía llegar la supervisión incontrolada del poder sobre la ciudadanía. Sea ésta sutil o de la manera más grosera -como la que hoy ha aparecido tras la cortina-. La realidad ha dejado ridícula a la ficción. La verdadera dimensión del control social, que ha adquirido la vigencia y el nivel de perfeccionado técnico más alto de toda la historia de la humanidad, se ha servido hoy a la mesa.
Pero tal vez la mayor miseria es que la terrible distopía del omnipresente Gran Hermano es presentada como una utopía y así asumida por millones de individuos alienados. El ministro de la Paz y la Verdad nos quiere hacer creer que despojar de personalidad a ciudadanos y ciudadanas, la evaporación civil y política de los contaminados, el fraude electoral y la ilegitimidad de las instituciones resultantes son los ingredientes de un futuro mejor, más feliz.
1984 no es futuro. Es pasado.
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