
Las revoluciones sociales, esas
tentativas de reorganización de la producción y de la sociedad sobre
nuevas bases, son extremadamente raras en la historia. En el siglo XX
estallaron la revolución rusa, protagonizada por los soviets, la
revolución alemana, caracterizada por los räters (consejos) y la revolución española, identificada con los comités.
Soviets, räters y comités fueron los potenciales órganos de poder de la
clase obrera en cada una de esas revoluciones. El estudio de esos
órganos de poder permite un conocimiento profundo de las dinámicas
sociales, problemas y debilidades de cada una de esas revoluciones. Más
allá de las circunstancias políticas, sociales y económicas en que
surgieron, nos aportan siempre una experiencia insustituible, tanto en
sus éxitos como, sobre todo, en sus fracasos. Para los revolucionarios, la gran enseñanza de la revolución de los comités, en 1936, fue la necesidad ineludible de la destrucción del Estado.
El período cronológico tratado en este libro transcurre desde julio hasta diciembre de 1936, es decir, abarca el período álgido de la revolución de los comités. Los comités de barrio ejercieron
todo el poder en las calles de Barcelona, enfrentándose, en ocasiones,
primero al Comité Central de Milicias Antifascistas, y a partir del 26
de septiembre, a los comités superiores cenetistas, integrados en el
gobierno de la Generalidad. Se estudia el origen del organismo
revolucionario conocido como Comité Central de Abastos, y su posterior
integración en la Consejería de Abastos de la Generalidad, realizada sin
apenas problemas gracias a la presidencia de la misma persona: Josep
Juan Doménech. Surge impetuosa la figura del economista Joan Pau
Fábregas, Consejero de Economía y firmante del Decreto de
Colectivizaciones. Sus originales propuestas económicas, entre las que
destacaba la monopolización del comercio exterior, como
solución de emergencia a la carestía de subsistencias, sólo encontró el
rechazo y vacío del resto de consejeros hasta que se produjo su
definitiva exclusión, junto a Nin, del gobierno de la Generalidad del 17
de diciembre de 1936, apenas comentada por la historiografía académica.
Los precios de las subsistencias empezaron a subir descontroladamente, a
causa de la especulación, situando a los trabajadores ante situaciones
límites, en las que despuntaban el hambre.
El hambre fue utilizada
por el gobierno de la Generalidad y por los estalinistas como una
poderosa arma de la contrarrevolución para derrotar a los
revolucionarios. El gobierno denegó reiteradamente divisas para
constituir una adecuada reserva de alimentos. GENERALIDAD Y ESTALINISTAS QUISIERON DOBLEGAR LA REVOLUCIÓN POR EL HAMBRE.
Otro protagonista de este tomo es la violencia política revolucionaria
de los primeros meses, y su colisión con los primeros intentos de su
paulatina institucionalización y domesticación. No puede entenderse el
orden público sino como violencia institucional. El Estado defiende
siempre las instituciones de la sociedad burguesa y posee el monopolio
de la violencia, que ejerce mediante las llamadas fuerzas de Orden
Público, que aparece como la “normalidad” de la sociedad capitalista. La
violencia revolucionaria que rompe ese monopolio es presentada
invariablemente como un fenómeno excepcional, caótico, arbitrario y
anormal, esto es, como alteración de la ley y el orden burgueses, y por
lo tanto como delincuencia. Y sus líderes como criminales. La
restauración del Orden Público burgués, a partir de octubre de 1936, se
opuso y se enfrentó a la violencia revolucionaria.
El levantamiento militar de julio de 1936 abrió la vía violenta como solución a los conflictos sociales y políticos. En una guerra los conflictos se resuelven matando al enemigo.
La situación excepcional de crisis
institucional y revolución social, provocada por el alzamiento militar y
la guerra civil, fueron el fértil terreno en el que proliferaron los
revolucionarios, difamados como “incontrolados”, que se tomaron la
justicia por su mano. En una situación de quiebra de todas las
instituciones y de vacío de poder, los comités revolucionarios, y
también algunos especializados comités de investigación, se atribuyeron
las facultades de juzgar y ejecutar al enemigo fascista, o incluso al
sospechoso de serlo, sólo por ser cura, propietario, derechista, rico o
quintacolumnista. Y las armas que empuñaban les dieron el poder y el “deber” de exterminar a ese enemigo.
Porque era la hora de dar muerte al fascismo, sin más alternativa que
la de morir o matar, porque se estaba en guerra a muerte con los
fascistas. Si nadie, nunca, acusa a un soldado de matar al enemigo, ¿por
qué iba a ser acusado nadie de matar al enemigo, emboscado en la
retaguardia? En una guerra al enemigo se le mata por serlo: no había
otra ley, ni otra regla moral, ni más filosofías.
Hoy, perros de presa al servicio de su
amo, socio de determinados círculos burgueses y franquistas, con ínfulas
aristocráticas, continúan ladrando su miedo al “bruto anarquista”, que
demonizan como a un vampiro sediento de sangre. A muchos años de
distancia, doctos académicos (en su mayoría herederos del estalinismo)
elaboran complicadas elucidaciones y teorías para culpabilizar
exclusivamente a los anarquistas; pero todos los documentos históricos
sobre el tema nos indican que el miliciano (cenetista, republicano,
poumista o estalinista) que se iba de “paseo” con un cura, un patrono o
un fascista, aplicaba una regla muy sencilla: en una guerra, al enemigo se le mata, o te mata.
Desde Federica Montseny, Ministra de Sanidad, hasta Pascual Fresquet,
Jefe de la Brigada de la Muerte; desde Vidiella, Conseller de Justicia
por el PSUC, hasta África de las Heras, líder de un rondín del PSUC;
desde Joan Pau Fábregas, Conseller cenetista de Economía, hasta el
miliciano o patrullero más modesto, todos, absolutamente todos,
argumentaban ese mismo razonamiento.
El fenómeno de la violencia
revolucionaria de los milicianos, en la retaguardia aragonesa y
catalana, debe estudiarse en el contexto de la lucha por el poder local:
formación del comité revolucionario, castigo y limpieza de curas y
fascistas, expropiación de las tierras, ganado y propiedades de los
derechistas (en su mayoría asesinados o huidos) y de la Iglesia, que
consolidaban económicamente la Colectividad del pueblo. En este proceso
jugaba un gran papel los conflictos sociales anteriores, caldo de
cultivo de venganzas y ajustes de cuentas en cada pueblo, que explican
la mayor o menor virulencia de la “limpieza”.
Violencia y revolución eran inseparables. Violencia y poder eran lo mismo. En épocas de revolución la violencia, mientras sea tan destructiva (del viejo orden) como constructiva (del
nuevo orden), no puede dominarse, y encuentra siempre a sus ejecutores,
anónimos o no. Así ha sido y será desde la Revolución Francesa a la
revolución de mañana. Pero cuando esa violencia incontrolada, ligada a la situación revolucionaria de julio, y a un poder atomizado, empezó a ser regulada
hacia octubre (desde su nueva naturaleza de violencia legítima y/o
legal del “nuevo” orden público) por las nuevas autoridades
antifascistas, dejó de ser una violencia revolucionaria, colectiva,
popular, justiciera, festiva y espontánea, porque se transformaba ya en un fenómeno cruel, ajeno e incomprensible
al nuevo orden contrarrevolucionario, burgués y republicano,
centralizado y monopolista, que se instauraba precisamente sobre el
control y extirpación de la anterior situación revolucionaria.
En octubre de 1936, el retorno al
“nuevo” orden público, pactado entre el Gobierno de la Generalidad y los
comités superiores libertarios, supuso que se considerase “anormal” y
transitoria la violencia revolucionaria del verano. En todo caso, ya no
se reconocía lo sucedido en julio: había que pasar página. Sólo
importaba la unidad antifascista para ganar la guerra.
Algunos perdieron el paso, y no se habituaron nunca al cambio entre una situación de justicia revolucionaria
espontánea y atomizada, que duró algunas semanas, y la paulatina
restauración del monopolio de la violencia por las instituciones
estatales, que marcó el tránsito a una justicia republicana.
Y sufrieron una especie de desajuste temporal, como Fresquet. Otros,
por el contrario, impulsaron, protagonizaron y vivieron esos cambios
desde primera fila, marcando los tiempos y los pasos de esa
transformación, como Aurelio Fernández: organizador de las Patrullas de
Control; secretario de la Junta de Seguridad, desde donde intentó la
aceptación del nuevo orden por los patrulleros, no sin plantearse en
algún momento la necesidad de romper la unidad antifascista; consejero
de la Generalidad en abril; y paradójicamente preso antifascista desde
agosto de 1937; acusado primero del atentado contra Josep Andreu Abelló,
y luego por el caso de los maristas. En muy pocas ocasiones, alguno,
como Ruano, era un delincuente, sin más, al que los sindicatos
condenaron a muerte y finalmente ajusticiaron. Pero ya inmediatamente
después de la derrota de los revolucionarios en mayo de 1937, la infamia
burguesa y estalinista extendió la criminalización a todo el movimiento
anarquista, inflando el número de represaliados hasta el infinito, como
infinito era su miedo a los revolucionarios, y excluyendo curiosamente
del fenómeno represivo del verano del 36 a republicanos, poumistas y
estalinistas. Soler Arumí y la checa de ERC; África de las Heras y su
estalinista rondín, organizadora (según Miravitlles) de orgías de sangre
y sexo, el terrible José Gallardo Escudero, Salvador González, y tantos
otros del PSUC, habían sido borrados de la lista de los represores…
para culpabilizar sólo y exclusivamente a los anarquistas, y sobre todo,
olvidando el contexto histórico de un pueblo atacado salvajemente por su propio ejército, que convertía a los atacados en asesinos, por la única razón de defenderse ante la agresión. El mundo al revés, cien mil veces repetido por la omnipresente propaganda burguesa, franquista, clerical y estalinista.
Un ejemplo: tribunales franquistas fusilando durante doce años a los leales al régimen republicano por el delito de rebelión
militar. Otros ejemplos: la tópica, sosa e inamovible historiografía
estalinista; los artículos de rencor, ignorancia y odio escupidos por
Massot en La Vanguardia; la vomitiva, falaz y paranoica
“producción” editorial contra los libertarios y contra Tarradellas de
Mir y compañía, financiada por círculos burgueses, ecuestres y
franquistas.
La labor de historiador, en esta obra, no pretende ser otra que la de dar la voz a los protagonistas de la historia,
ceder la palabra a quienes vivieron y sufrieron los acontecimientos,
hoy históricos; pero en su momento devenir de un presente cargado de
problemas, miserias, luchas y esperanza.
El libro tiene el valor y la osadía de situar en su contexto histórico y de intentar comprender,
desde el punto de vista del proletariado revolucionario, dos de los
episodios más truculentos, manipulados y mitificados de la represión
revolucionaria anarquista: la Brigada de la Muerte de Fresquet y el
asesinato de 42 maristas por Aurelio Fernández y Antonio Ordaz,
aportando documentación inédita.
En todo momento, en cada línea, se
pretende que el lector pueda hacerse una opinión propia de los
acontecimientos, de los discursos, de los debates en curso, de las
posiciones de los distintos protagonistas. Pero los documentos no hablan nunca por sí solos; han de ser interpretados, contextualizados y explicados.
Y la labor del historiador, si es honesto, además de encontrarlos y
seleccionarlos, según su idoneidad, no es otra que la de hacerlos
comprensibles, o situarlos cronológica e ideológicamente. Para hacerlo
se recurre a las notas a pie de página, pero además, cuando el narrador
ha de intervenir para completar la información del documento, o dar su
propia interpretación (inevitable y necesaria) de los hechos, se
utilizan las cursivas, porque ese añadido al documento, o esa
interpretación del autor, puede ser discutible, o no tiene por qué ser
compartida por el lector. Nada que ver con el método estalinista o/y
burgués.
Así, pues, las cursivas se utilizan
siempre para indicar que el autor está dando su propia interpretación de
los hechos, con el ánimo de ayudarle a comprenderlos; pero con el vivo
deseo de no confundir al lector, haciéndole creer que se trata de la
única interpretación posible. El objetivo, conseguido o no, es el
respeto absoluto al criterio del lector, que en todo momento debe ser
libre y capaz de mantener su propia opinión sobre los hechos así
presentados. Pero que nadie se equivoque: la lectura de los textos
seleccionados, y el “clima” creado por los más diversos documentos,
desde cartas y artículos hasta las estadísticas, o los discursos en los
mítines y las intervenciones orales, en las reuniones de comités o del
consejo de la Generalidad, cambiará sin duda alguna los conceptos
previos que el lector pudiera tener sobre revolución, anarquismo,
comités, CNT, PSUC, FAI y violencia política. También mudará su opinión
sobre los principios (lo que se piensa o se cree), la táctica (lo que se
hace) y la estrategia (cómo conseguir lo que se quiere) que el lector
pudiera presuponer que sustentaban personalidades históricamente
destacadas, desde Companys y Tarradellas hasta García Oliver, Santillán o
Federica Montseny. Y, en el proceso de lectura, surgirán nuevos
problemas o aparecerán, con un relieve adecuado a su importancia,
personalidades prácticamente desconocidas o muy secundarias: la guerra
del pan, Joan Pau Fábregas, Josep Juan Doménech, el monopolio del
comercio exterior, Manuel Escorza, Dionisio Eroles, José Asens, Valerio
Mas, los comités revolucionarios de barrio, las cooperativas, la
dualidad de poderes entre cenetistas y estalinistas en Orden Público,
etcétera.
La mayor parte de la documentación
utilizada es inédita, o muy poco conocida, y procede de archivos de todo
el mundo, desde la Universidad de Stanford, en California, hasta la
Tamiment Library de New York, desde el Centro Ruso de Preservacion de la
Historia Contemporánea de Moscú, hasta la Biblioteca Anarquista de
Estudios Libertarios de Buenos Aires, pasando por la Bibliothéque de
Documentation Internationale Contemporaine de Nanterre; aunque los
archivos fundamentales y de mayor riqueza han sido el Instituto de
Historia Social de Ámsterdam, el Centro de Documentación de la Memoria
Histórica de Salamanca, el Archivo Tarradellas del Monasterio de Poblet y
el Ateneu Enciclopédic Popular de Barcelona.
Entre los documentos inéditos o
desconocidos, publicados en este libro, destacan la “Soli” del lunes 20
de julio de 1936; el discurso radiofónico de Durruti a primeros de
noviembre; los debates de los comités libertarios sobre las numerosas
deserciones de las columnas confederales; las reprimendas a Ortiz,
Fresquet, Ruano y otros mandos de las columnas; la desmoralización de
los milicianos de la columna Durruti, convencidos del asesinato de su
líder por los estalinistas; la aprobación y justificación de la
eliminación de una cuarentena de maristas por parte de los comités
superiores, considerados como enemigos emboscados en la retaguardia; los
constantes ataques a Joan Pau Fábregas, el cenetista economista que
promulgó el Decreto de Colectivizaciones, hasta conseguir su salida del
gobierno de la Generalidad; el balance de Doménech sobre la labor
cenetista en Abastos desde julio hasta diciembre de 1936; la existencia
de una fortísima red de distribución de alimentos, gestionada por los
comités de barrio (y las cooperativas), y un largo etcétera.
Se recogen todas las actas de las
reuniones de los comités superiores libertarios, de las sesiones del
Comité Central de Milicias Antifascistas, del Consejo de la Generalidad,
de la Junta de Seguridad Interior y del Ayuntamiento de Barcelona;
complementados con los artículos más significativos de la prensa del
momento, desde Solidaridad Obrera a La Vanguardia, del Boletín de Información de la CNT-FAI a Treball o el Diario Oficial de la Generalidad.
Otros documentos provienen de las reuniones de la Comisión de
Industrias de Guerra, del Sindicato de Alimentación de la CNT o del
Comité Económico de la Industria del Pan.
El libro recoge y expone una cuidada
selección de algunos fragmentos documentales significativos, que a veces
se explican o contradicen unos a otros, pero que son imprescindibles
para entender qué estaba sucediendo y qué problemas agobiaban y ocupaban
a aquellos hombres y mujeres, ya fueran dirigentes o gente del pueblo
llano, y que contribuyen a que el lector entienda intensamente la época, sienta el clima que se vivía en cada instante, asista a los debates que se producían en las reuniones de los comités superiores, o en el Consejo de la Generalidad, consiga cosechar las angustias y miedos de la vida cotidiana y pueda visualizar en tiempo presente un conocimiento profundo de aquellos acontecimientos, hoy históricos.
Dos son las grandes lecciones de la revolución de 1936:
1.- La cuestión, en julio de 1936, no era tanto la de tomar el poder (por una minoría dirigentes) como la de destruir
el Estado, mediante la coordinación, extensión y profundización de las
tareas apropiadas por los comités. Los comités revolucionarios de
barriada (y algunos de los locales) no hacían o dejaban de hacer la
revolución, ellos eran la revolución social.
2.- La destrucción del Estado era un
proceso muy concreto, en el que los comités ejercían funciones
arrebatadas a las instituciones oficiales, porque el Estado era incapaz
de asumirlas. Ese proceso de destrucción del Estado y consolidación de
los comités era paralelo y simultáneo. El proceso contrarrevolucionario
consistió precisamente en reconstruir el Estado burgués al mismo tiempo
que se destruían los comités revolucionarios.
Este libro fortalece voluntades, abre perspectivas, otea horizontes y arma con un programa enraizado
en los combates de nuestros abuelos. La revolución social, colectiva,
multitudinaria, internacional y anónima del mañana, sin guías ni
dirigentes, se iniciará con la destrucción del Estado. Y se adelanta,
ya, ahora, en esta pútrida realidad, con la lucha por la creación de una
sociedad paralela, al margen de los caducos valores capitalistas, con
el objetivo claro y preciso de abolir todos los Estados, todas
las fronteras, todas las policías y ejércitos, el trabajo asalariado, la
plusvalía y la explotación del hombre en todo el planeta,
arriando todas las banderas, silenciando la fanfarria de todos los
himnos, enfrentándose a la amenaza nuclear y la destrucción del planeta
por el capitalismo, imponiendo la democracia directa de las asambleas y de la autoorganización del proletariado, que sigue existiendo, por mucho que pese a todos sus sepultureros, se sitúen a derecha o izquierda del capital.
Año publicación:
2012
Autor / es:
Agustín Guillamón
Editorial:
Aldarull y El grillo libertario
ISBN:
978-84-938538-6-0
Páginas:
530
Tamaño del libro:
23x15,5
Web:
www.aldarull.org