"En Euskal Herria, se estima que cerca
de 10.000 personas han sido torturadas en los últimos cincuenta años."
Rafael Narbona
La Haine
El objetivo de la tortura no es obtener información, sino humillar,
intimidar, desmoralizar. La tortura deshumaniza a sus víctimas,
convirtiéndolas en objetos que pueden ser mutilados, troceados o
electrocutados. Al despersonalizar a la víctima, desaparecen los reparos
morales. Cuando una mujer o un hombre se retuercen de dolor sobre un
potro de tortura, su identidad se desintegra, convirtiéndose en simple
carne martirizada, que gimotea implorando clemencia. A veces, las
víctimas son niños, ancianos o mujeres embarazadas. En la Escuela de
Mecánica de la Armada, los militares argentinos propinaban descargas
eléctricas a los fetos, atando una cuchara a la picana con un alambre e
introduciendo el diabólico mecanismo por la vagina. La perversión de la
tortura no conoce límites, pues su propósito es manifestar el poder del
Estado y reducir a la impotencia a sus adversarios, enviando un mensaje
sobrecogedor al resto de los ciudadanos: nadie es inocente, nadie está a
salvo, cualquier forma de vida puede ser destruida. Hannah Arendt
sostenía que Adolf Eichmann no era antisemita. De hecho, estimaba que la
Shoah no debía interpretarse como una manifestación de odio a los
judíos, sino como la máxima expresión de un Estado que presupone la
culpabilidad de todos y no excluye a nadie de la rueda del verdugo. El
mal es banal, pues es un impulso primario, atávico, que se enreda con la
burocracia para despojar a los seres humanos de su dignidad.
Hace unos días, leía el testimonio de una mujer que había sobrevivido
a la tortura en una dictadura del Cono Sur. Cuando el ejército asaltó
su casa, sólo tenía diecinueve años. Durante tres días, la picana se
ensañó con su cuerpo adolescente. Las descargas eléctricas sólo se
interrumpían para ser violada una y otra vez por soldados y policías que
se mofaban de su indefensión. El testimonio elude los aspectos más
vejatorios de una experiencia literalmente inhumana, pues la
deshumanización de la víctima también afecta al verdugo. La mirada del
otro –afirma Emmanuel Levinas- impone un mandato inequívoco: no me
matarás, no utilizarás la violencia contra mí porque tu Yo no existiría
sin el Tú que te nombra y te reconoce como un Igual. El escritor Jean
Améry, superviviente de Auschwitz, sufrió un horrible suplicio en la
fortaleza de Breendonk, donde los nazis le suspendieron en el aire con
unas poleas y le dejaron caer al vacío, rompiéndole ambos brazos. Al
escuchar cómo crujían sus huesos, Améry sintió que algo irreparable se
hacía añicos en su interior. “Quien ha sufrido la tortura, ya no puede
sentir el mundo como su hogar”, escribiría años más tarde. Incapaz de
coexistir con sus recuerdos, se suicidó en Salzburgo en 1978.
Afortunadamente, no es el caso de la mujer torturada por un régimen
militar del Cono Sur, cuyo testimonio he leído con una mezcla de rabia,
solidaridad y espanto. Al igual que otras víctimas, ha necesitado mucho
tiempo para superar lo vivido, pero aún persiste el pesar de haber
facilitado nombres durante las sesiones de picana. Se reprocha a sí
misma el no haber soportado hasta el final, sin abrir la boca. Entiendo
su aflicción, pero opino que en su caso –y otros similares- no se puede
hablar de culpa o responsabilidad. He escuchado o leído algunos
testimonios más explícitos, detallando cómo la picana se aplicaba en los
ojos, el pecho, las sienes o los genitales. Las víctimas perdían el
control de los esfínteres, aullaban como animales o invocaban la
protección de sus madres, gimiendo como niños. Durante la ocupación nazi
de Polonia, Jan Karski, miembro del Estado clandestino en el exilio,
regresó a Varsovia. Detenido por la Gestapo, le golpearon con porras
hasta desfigurarle la cara. Después de la primera sesión de torturas,
intentó suicidarse con una cuchilla de afeitar. Sabía que la próxima vez
hablaría y delataría a sus compañeros. No murió desangrado porque la
Gestapo le necesitaba con vida para continuar los interrogatorios.
Internado en un hospital, Karski logró fugarse con la ayuda de la
Resistencia, que sobornó a unos celadores.
La mujer de la que hablo era casi una niña. Karski, en cambio, tenía
26 años, había servido en el ejército y se movía en la clandestinidad.
Fue una de las primeras voces que denunció los campos de exterminio
nazis, pero Churchill no quiso recibirle y el Presidente Roosevelt le
escuchó sin mucho interés, no adoptando ninguna medida para frenar el
exterminio de judíos, eslavos, gitanos, comunistas y otros prisioneros.
El porcentaje de personas que aguantan la tortura sin hablar es ínfimo,
estadísticamente irrelevante. El Estado recurre a ella porque conoce su
eficacia como instrumento de dominación y represión. Nadie que haya
hablado en esas circunstancias, puede considerarse culpable, pues desde
el punto de vista moral sólo son responsables los torturadores. Y no me
refiero sólo a los esbirros que apalean, violan y matan, sino también a
sus superiores y, particularmente, a los que organizan la represión
desde un despacho, amparados en su poder político. Desgraciadamente, la
tortura no ha desaparecido. Estados Unidos mantiene abiertas dos
escuelas de tortura: Fort Benning en Columbus (Georgia) y la Political
Warfare Cadres Academy en Taiwan, donde se instruye sobre técnicas de
contrainsurgencia y métodos de interrogatorio. Se sigue torturando en
Guantánamo, la base aérea de Bagram y en numerosas cárceles secretas de
la CIA y la Marina de Guerra. Rusia, Israel o China no muestran más
respeto con los derechos humanos. Y en la UE siguen apareciendo casos,
especialmente en el Estado español, cuya legislación antiterrorista
permite una incomunicación de 13 días, sin posibilidad de contar con un
abogado o un médico de confianza. En Euskal Herria, se estima que cerca
de 10.000 personas han sido torturadas en los últimos cincuenta años. En
los 80, la Inglaterra de Margaret Thatcher también promovía la tortura y
los asesinatos extrajudiciales contra los republicanos del Ulster.
¿Es posible superar la tortura? No lo sé. No he pasado por esa
terrible experiencia. André Malraux afirmaba que la muerte no es nada
frente a la tortura. Para el torturado, “fuera del sufrimiento físico no
hay nada real”, escribe en La condición humana. No concibo nada peor
que convivir con esos recuerdos y con la congoja de haber facilitado
información por la humanísima y perfectamente comprensible incapacidad
de soportar el dolor. Los Estados seguirán torturando mientras no exista
una democracia real, donde el pueblo pueda ejercer su soberanía y sus
derechos. Estamos muy lejos de ese escenario, pero creo que reducir el
tamaño del Estado sería el primer paso para frenar sus abusos. Los
Estados-nación o los imperios como Estados Unidos son gigantes que
pisotean a sus ciudadanos. La autodeterminación de los pueblos no
balcanizaría Europa, sino que la humanizaría y tal vez permitiría acabar
con los abusos de las instituciones. Sueño con un mundo sin torturas.
Es un sueño utópico, difícilmente realizable, pero es un horizonte ético
al que no podemos renunciar.
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