No todos los movimientos fascistas fueron iguales pero sí respondieron a un patrón ideológico que hoy vuelve a aparecer en algunos países europeos como Italia o Francia y que en el Estado español se centra de forma especial en Euskal Herria
Amparo LASHERAS Periodista (GARA)
Siento una predilección especial por el mar, sobre todo por esa profundidad que parece dar al pensamiento, al sencillo acto de mirar, sentir y pensar. Trasmite equilibrio y también serenidad, grandeza y un halo de esoterismo que incluye una cierta fascinación por el misterio. En definitiva todos los elementos para hacer un esfuerzo de creatividad y comenzar una novela donde la ficción, sin alejarse de la vida, sorprenda a la realidad y así volver a los principios de la literatura. Pero, a pesar de que los acantilados y los cielos grises del Cantábrico incitan a muchas locuras literarias, tal vez no sea éste el momento más idóneo para abstraerme en una historia de personajes inventados que no sé a dónde me llevará. Mi necesidad y mi compromiso con el oficio de escribir me marcan otras prioridades que debo de respetar. Una de ellas es la de exteriorizar y denunciar el horror que se puede llegar a sentir ante la verborrea utilizada por políticos, obispos y periodistas, en las últimas semanas. Hablan sin rubor, con talante fascista, de erradicar ideas, de deslegitimar y borrar de la historia, de la sociedad y de la política los derechos de un pueblo, de una clase y de una ideología, la de la izquierda abertzale. Califican el derecho de manifestación, de huelga, de reunión, de opinión y la libertad de expresión, de «derechos ridículos» y los catalogan como instrumentos de desorden, de desestabilización social y contrarios a la democracia y la rigurosa defensa de las libertades. Pretenden desnaturalizar la condición humana castigando la amistad, el cariño y el recuerdo hacia cualquier preso o presa política vasca con penas de cárcel. Ellos han decidido que ha llegado la hora del silencio y que Euskal Herria no debe existir. La Policía, la propaganda de la prensa, las leyes a medida y un poder judicial al servicio del Gobierno, realizarán el trabajo sucio, el de oprimir y reprimir. La sensación de pánico es como estar ante el abismo de un acantilado y no saber si en el próximo segundo te precipitarás al vació o retrocederás hacia tierra firme. El horror sobreviene cuando ya no existe tierra que pisar. Mi horror en estos días nace ante la certeza, peligrosa pero real, de saber que Euskal Herria se enfrenta a un nuevo fascismo español.
Sin embargo, mi conclusión, aunque parezca personal, no se debe únicamente al temor de revivir situaciones ya conocidas, a los recuerdos o las experiencias vividas durante la dictadura franquista, ni siquiera a un ejercicio literario de desahogo emocional y por lo tanto rebatible como cualquier acto subjetivo. Existe algo más. Sólo hay que documentarse, revisar la historia y volver al siglo XX para estudiar la época de entreguerras, un periodo concreto entre 1918 y 1939. Es el tiempo de los movimientos fascistas, una ideología que se desarrolló en toda Europa y que alcanzó el poder en Italia con Mussolini, en Alemania con Hitler y en España con Franco. Analizar las características, los orígenes ideológicos y las condiciones sociales que propiciaron el nacimiento de estos movimientos exige un espacio superior a los siete mil caracteres de este artículo, no obstante, a pesar de ese inconveniente periodístico, sí se pueden apuntar los datos suficientes para avalar la similitud entre la política de aquellos gobiernos y la que hoy se aplica desde Madrid y Lakua contra la izquierda abertzale. No todos los movimientos fascistas fueron iguales pero sí respondieron a un patrón ideológico que hoy vuelve a aparecer en algunos países europeos como Italia o Francia y que en el Estado español se centra de forma especial en Euskal Herria. Por ejemplo, todos los fascismos de entreguerras, a través del populismo, reforzaron y defendieron la idea de nación única frente a la de clase (acuerdo entre el PP y PSE). Aplastaron todas las ideas contrarias a sus intereses nacionales y centralistas suprimiendo la discrepancia política y cultural (Ley de Partidos e ilegalización de las fuerzas independentistas y de izquierdas, desprestigio del euskera...). Monopolizaron los medios de comunicación en su propio beneficio (algunos empleadillos de EITB ya han dado la consigna de que en los contenidos informativos la izquierda abertzale no existe). Y por fin buscaron un enemigo (ahora es el terrorismo) al que culpar de todos los males sociales y contra el que desplegaron una fuerte represión en todas sus vertientes, desviando así la atención de los graves problemas económicos, derivados de la crisis provocada por el crack de 1929 y que, con sus lógicas diferencias, se asemeja a la actual, generada por el brutal neoliberalismo con que se ha regido el capitalismo actual.
Es cierto que los fascismos contaron con el apoyo de un sector mayoritario de la sociedad, sobre todo en Italia y Alemania donde Mussolini se convirtió en un salvador y Hitler accedió el poder en unas elecciones. Y no hay que olvidar a España, que tras la Guerra Civil y los asesinatos de miles de militantes izquierdistas o republicanos y la aniquilación de cualquier atisbo democrático, Franco gobernó de forma tiránica durante casi cuatro décadas, con la aprobación de una gran mayoría de españoles y de la comunidad internacional. El historiador Roland Stromberg, en su libro «Historia Intelectual Europea desde 1789», describe la sociedad de los años 20, cuando ya despuntaba el poder de los medios de comunicación de masas, como una sociedad más interesada «por los acontecimientos deportivos, los vuelos en aeroplano, la novela policiaca, el juego chino del mayong, los crucigramas, las estrellas de cine y Mickey Mouse que por las ideas serias, la literatura o el arte de calidad». «Los diarios y las revistas de masas -escribió- impregnaron la sociedad con su bajo contenido intelectual». Después de este apunte se entiende por qué los discursos populistas del fascismo entraron tan fácilmente en la sociedad. En la actualidad, la propaganda y el poder de los medios es un hecho consumado, la telebasura una realidad vergonzante, la información veraz y contrastada se ha convertido en una misión imposible, y la mayoría de los intelectuales, en lugar a de aceptar, como afirma Chomsky, «la responsabilidad de decir la verdad y denunciar la mentira» se suman al carro de lo políticamente correcto y acaban en debates de poca monta sirviendo de mamporreros del sistema y afirmando que la violencia policial es necesaria, que el terrorismo de estado puede ser legítimo o que el derecho de manifestación es un derecho «ridículo». Lo malo es que algunos se lo creen y otros, después de tragar tanta basura, las neuronas sólo las utilizan para ver «Gran Hermano», «Supervivientes» o «El conquistador del fin del mundo», dónde lo único que importa es aplastar al colega para llegar el primero.
El punto débil de los fascismos, incluido el actual, fue y es la prepotencia, la soberbia, el creerse invencibles. No saben o no quieren entender que existen valores, conceptos auténticamente democráticos y justos, derechos inalienables que todavía remueven conciencias y crean fuertes compromisos de lucha, solidaridad y rebeldía política y social. Poco antes de vacaciones, miembros de la CNT me llamaron para que escribiese una pequeña biografía de mi tío abuelo, militante anarquista desde los dieciséis años, combatiente en el batallón Bakunin en la Guerra del 36, prisionero en las cárceles franquistas durante diez años, fundador de la CNT en Gasteiz al morir Franco y uno de los primeros obreros, a pesar de su edad, que luchó en los acontecimientos del 3 de Marzo. El motivo era incluirlo en la enciclopedia del anarquismo como militante destacado de Gasteiz. Quien escribió la historia del sindicato a partir de la Transición había obviado su nombre, acomodando la refundación de la CNT a la «nueva democracia» y atribuyéndose responsabilidades que nunca pudo asumir por cuestiones de edad. Para este personaje mi tío no existió, quizás porque siempre pensó que la utopía podía ser real. Hoy, aquel incipiente historiador milita y representa al PSE. Mi tío murió hace casi veinte años y nunca agachó la cabeza. De él y de otros familiares aprendí de dónde vengo y hacía dónde debo ir. A sentirme orgullosa de pertenecer a una clase y a un pueblo. De ser trabajadora y vasca. De ser independentista y socialista. Tal vez los neofascistas deberían aprender que aunque destrocen todas las fotos del mundo, deslegitimen la historia de un pueblo y de una clase o prohíban todas las manifestaciones posibles, hay semillas que arraigan y crecen en la mente y en el corazón y ésas... nunca desaparecen, siempre florecen.
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