Jesus Valencia
GARA
Para repudiar la xenofobia y el racismo, se celebró una marcha entre Hendaia e Irun que yo daría en llamar de la extranjeridad; la marcha evidenció que todos los vascos somos foráneos en alguna de las orillas del Bidasoa y que los migrantes lo son en ambas
En la maleta de todo emigrante, por pequeña que sea, siempre hay espacio para un sueño ineludible: cómo adaptarse a la nueva situación sin perder la identidad originaria. Reto nada fácil que admite muchas y variadas concreciones.
Una -frecuente y bastante peligrosa- es la de cobijarse en el clan. Espacio para encontrarse con paisanos, rememorar costumbres, festejar efemérides. Reservorio de ancestros con el riesgo de convertirse en búnker si no se abre a reivindicaciones populares. Los reductos folkloristas y asépticos suelen ser piezas muy apreciadas por los cazadores de votos; políticos que ofrecen la ceca y la meca a cambio de fidelidades y servidumbres. Si -por desgracia- se llega a ese punto, el colectivo migrante se convierte en peón de sus interesados benefactores. Las «casas regionales» han sido utilizadas muchas veces como arietes del españolismo en el territorio hostil de los vascos. Tampoco las «euskal etxeas» se han visto libres de este sarpullido: han gozado de abundantes subvenciones oficiales a condición de cultivar un «sano regionalismo» vaciado de anhelos soberanistas y transformadores.
Hay otras formas de vivir la migración y de propiciar el encuentro bastante más enriquecedoras. Confieso que he aprendido mucho de migrantes o de hijos de éstos, abnegados peleadores en Euskal Herria a favor de la justicia. El pasado 20 de marzo hubo una iniciativa que mereció escasa atención pese a estar cargada de contenido: para repudiar la xenofobia y el racismo, se celebró una marcha entre Hendaia e Irun que yo daría en llamar de la extranjeridad; la marcha evidenció que todos los vascos somos foráneos en alguna de las orillas del Bidasoa y que los migrantes lo son en ambas. Marcha calculadamente provocadora que se propuso borrar fronteras dando por hecho que Ipar y Hego Euskal Herria son una misma realidad nacional. Marcha integradora que congregó a un amplio espectro de activistas pertenecientes a pueblos muy diferentes.
Emigrantes y vascos se fundieron en un solo caminar plagado de reivindicaciones. Los autóctonos hicieron suyas las quejas contra los estados y sus leyes que denunciaban los emigrantes. Estos asumieron las reivindicaciones de un pueblo al que también se le niega la identidad y capacidad de decisión; su apuesta por Euskal Herria, perseguida y vapuleada, es un gesto ejemplar de internacionalismo solidario. Unos y otros -¡gozosa fraternidad de los oprimidos!- se proclamaron enemigos del capitalismo criminal, causante a un tiempo de su emigración y de nuestro sometimiento. En aquella caminata, vigorosa y alegre, no aparecieron los rastreros busca-votos. Ni puñetera falta que hacían.
Se me antoja que aquella marcha constituyó una evocación del pasado y una propuesta de futuro. En ella se resumía la experiencia vital de otros muchos migrantes que fueron bien recibidos en nuestro pueblo y que se entregaron a él con pasión de amantes. Por otro lado, intuyo que aquella mañana se escribió (¡ojalá el futuro lo confirme!) un manual de buenas prácticas. Días más tarde, Victoria Mendoza -mexicana y vasca- reseñaba un hecho alentador: «El Aberri Eguna tuvo color migrante».
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