«Solamente aquellos que no fueron corrompidos por
el dinero y la política porque optaron por la marginación y la
resistencia, y aquellos recién llegados que ahora el sistema margina
porque no los puede incorporar al mercado, tienen algo que decir»
Álvaro Hilario
Gara
Sujetos.- «Solamente aquellos que no fueron corrompidos por el dinero
y la política porque optaron por la marginación y la resistencia, y
aquellos recién llegados que ahora el sistema margina porque no los
puede incorporar al mercado, tienen algo que decir»
La editorial riojana Pepitas de Calabaza ha reeditado «Manuscrito
encontrado en Vitoria», un texto que, en los años setenta, Jaime Semprun
y Miguel Amorós (autor de una veintena de trabajos donde analiza la
historia de los movimientos libertario y obrero en Europa) firmaron como Los Incontrolados. El texto -un análisis
de las huelgas de 1976- considerado como uno de los escritos más
esclarecedores de aquellos tiempos de «transacción» a la democracia,
cuenta con un prólogo inédito de Miguel Amorós donde cuenta el proceso
de elaboración y edición del libro, amén de contextualizarlo en aquellos
años de revueltas obreras en todo occidente.
A fines de los 70, la clase obrera de Europa occidental -incluido el
Estado español con el ciclo de huelgas de 1976- es derrotada. El Estado
se reconvierte de dictadura a democracia.
Todavía quedaba la batalla de Polonia por librar, pero sí, se puede
decir que a finales de los setenta el reflujo de la clase obrera
tradicional es imparable. El capitalismo ha triunfado en todos los
frentes y se dispone a reestructurarse sobre bases nuevas. La
reconversión democrática de la dictadura española no tiene otro objeto
que facilitar ese triunfo en el área mediterránea.
La derrota tiene dos orígenes: el empuje de la reacción, asociada a la
oposición (partidos y burocracias sindicales); y los errores cometidos
por el movimiento asambleario obrero.
En efecto, cabe atribuir la derrota tanto a la unidad entre el
franquismo y la oposición político-sindical, como a la debilidad
estratégica del propio movimiento asambleario, incapaz de reaccionar a
tiempo contra todos sus enemigos e igualmente incapaz de protegerse con
la clandestinidad, debilidad acentuada por la represión y el sabotaje
interno de las asambleas, y por la persecución de militantes partidarios
de ellas.
El texto habla de cómo el movimiento no supo trasladar la lucha a su
terreno e imponerla: no ocupó los espacios liberados, no destruyó el
poder del Estado y la oligarquía. No se tuvo en cuenta «la famosa
fórmula de Miguel Bakunin, `el goce destructor es una pasión creadora'».
La orden de disparar contra los obreros dada por Fraga pilló
desprevenido al movimiento, que no se esperaba una tragedia de esa
magnitud. El efecto desmoralizador fue grande, y lo que siguió fue una
desorientación general. Nadie sabía qué hacer. Así pues, muchos de los
militantes asamblearios, aun sin negar el papel de la asamblea, se
inclinaron hacia los sindicatos y los parlamentos, para no tener que
pasar por otra batalla sangrienta. Otros, pensaron que el salto
revolucionario a dar contra el estado era demasiado grande para las
fuerzas y la preparación que se disponía, y se decantaron por fórmulas
híbridas contemporizadoras con el nuevo statu quo político y sindical.
En cuanto a la frase de Bakunin, hay que considerarla en su contexto,
dentro de las pugnas filosófico-políticas de los jóvenes hegelianos. La
destrucción (de lo viejo) y la creación (de lo nuevo) es un juego
dialéctico que tiene la historia como escenario. La pasión es el
instrumento subjetivo e inconsciente del espíritu creativo a punto de
alcanzar la plenitud con las transformaciones sociales y políticas
estimuladas por la Revolución Francesa, muestra de lo que Hegel llama la
astucia de la Razón. No significa en absoluto un llamamiento a la
insurrección o al vandalismo.
Berlín, Praga, Budapest, Gasteiz, Buenos Aires: con el estado y el
sistema desacreditados, el pueblo se revuelve, pero llega un momento
donde no se sabe qué camino tomar y el capital reconstruye su armazón,
asimila la disidencia y vuelve a legitimarse.
No basta con saber lo que no se quiere; hay que saber lo que se quiere
y estar dispuesto a tomar las medidas necesarias para ponerlo en
práctica. Pero la simple enumeración de oportunidades fallidas no sirve.
Cada revuelta de las mencionadas fue diferente a las otras, movilizó
fuerzas distintas y su fracaso relativo obedece a una combinación de
factores diferentes. Cada conflicto crea una situación inestable de
doble poder en la que la victoria corresponde al contrincante más
decidido y capaz de poner con mayor celeridad toda la fuerza disponible
en su platillo de la balanza.
¿Cómo debemos interpretar la situación actual, la coyuntura?¿Qué dirección debe tomar la lucha emancipadora anticapitalista?
La lucha anticapitalista ha de librarse del lastre de ideas caducas
heredadas del pasado, especialmente de las que se pretenden modernas, y
que como peso muerto la arrastran a la derrota. No hay peor enemigo de
la lucha que las ideologías, verdaderas religiones secularizadas que
oscurecen la conciencia de la realidad y conducen la lucha hacia
callejones sin salida. La lucha ha de crear zonas tanto de reflexión
libre como de libre experimentación para contrarrestar su influencia.
Los años 70 y la derrota obrera son el comienzo de una vuelta de
tuerca en el desarrollo del capitalismo y de la división internacional
del trabajo siguiendo la misma lógica de las leyes del capital pero con
la inestimable ayuda de los sorprendentes avances tecnológicos en las
comunicaciones.
El mundo se transforma más y más en mundo de la mercancía, de las
finanzas, del Estado. La tecnología se ha vuelto la principal fuerza
productiva, sobre la que el capitalismo globalizado se apoya para
resolver sus problemas de producción, y la masa asalariada se ha
convertido en la principal fuerza de consumo que hace posible la
acumulación cada vez más ampliada de capitales.
En las sociedades occidentales, la clase obrera como tal desaparece y,
en los últimos 20 años, queda laminada en diferentes grupos que no se
reconocen entre sí. Desaparecen también los escenarios físicos donde se
reproducía la lucha (fábrica, barrio) y, mientras tanto, la sociedad
permanece silenciosa, apática, satisfecha en apariencia.
El obrero industrial no constituye la mayoría de la población
asalariada en las sociedades capitalistas desarrolladas, y no puede
definirse ya como una clase más que desde el punto de vista
estrictamente económico, no político ni social. Pero no desaparecen los
conflictos, lo que sucede es que se dan en otros escenarios: los
suburbios, el territorio... Los protagonistas no son los de antes; la
historia les ha jubilado. Los nuevos agentes revolucionarios nacen de
las ruinas de la etapa anterior.
Aquí, el recambio, la transición, ha funcionado sin apenas fisuras.
Hoy, a pesar del sostén que tiene la historia oficial, junto a los casos
de corrupción política, el desplome del modelo especulativo, asoman
luchas. Parece, que estas están protagonizadas por «desheredados», por
una juventud que no tiene posibilidad de inserción en el sistema y/o el
mercado laboral.
Hemos soportado una larga etapa de resignación consumista que ha
corrompido la mentalidad de la mayoría asalariada. El sistema desarrolló
una extraordinaria capacidad de integración cuyos resultados perduran
aun cuando las condiciones de prosperidad mercantil hayan desaparecido.
La crisis económica que ha puesto fin a la alegría consumidora no parece
que haya acarreado cambios significativos en la forma de pensar y
actuar de los ya no tan integrados. Solamente aquellos que no fueron
corrompidos por el dinero y la política porque optaron por la
marginación y la resistencia, y aquellos recién llegados que ahora el
sistema margina porque no los puede incorporar al mercado, tienen algo
que decir.
Resulta curioso que las burocracias sindicales y los partidos se
obstinen en lanzar consignas que hablan de crear empleo, algo irreal. No
se habla de «derecho a la pereza» ni de «empleo libre».
El trabajo asalariado es la clave que sustenta todo el sistema de
dominación. Todos los defensores del orden establecido, son defensores
del trabajo. Y todos los que sufren tal orden necesitan trabajar para
sobrevivir. El «empleo» es la zanahoria del poder que determina la
actitud sumisa de los explotados frente a la explotación.
Por último, reeditar este texto, ¿puede ser útil para ayudar a que las
luchas se re-sitúen en tiempo y espacio, para que la revolución
comience en donde alguna vez se dejó?
La lectura de un texto que ofrece una visión realista de un momento
crucial de la pasada lucha de clases nunca está de más, sobre todo si se
quiere encarar el presente con una perspectiva histórica, tan necesaria
para encontrar el camino perdido de las revoluciones.
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