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2014/10/31

Entrevista con el historiador, teórico y militante anarquista Miquel Amoros

«Solamente aquellos que no fueron corrompidos por el dinero y la política porque optaron por la marginación y la resistencia, y aquellos recién llegados que ahora el sistema margina porque no los puede incorporar al mercado, tienen algo que decir»

Álvaro Hilario
Gara

Sujetos.- «Solamente aquellos que no fueron corrompidos por el dinero y la política porque optaron por la marginación y la resistencia, y aquellos recién llegados que ahora el sistema margina porque no los puede incorporar al mercado, tienen algo que decir»

La editorial riojana Pepitas de Calabaza ha reeditado «Manuscrito encontrado en Vitoria», un texto que, en los años setenta, Jaime Semprun y Miguel Amorós (autor de una veintena de trabajos donde analiza la historia de los movimientos libertario y obrero en Europa) firmaron como Los Incontrolados. El texto -un análisis de las huelgas de 1976- considerado como uno de los escritos más esclarecedores de aquellos tiempos de «transacción» a la democracia, cuenta con un prólogo inédito de Miguel Amorós donde cuenta el proceso de elaboración y edición del libro, amén de contextualizarlo en aquellos años de revueltas obreras en todo occidente.

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A fines de los 70, la clase obrera de Europa occidental -incluido el Estado español con el ciclo de huelgas de 1976- es derrotada. El Estado se reconvierte de dictadura a democracia.

Todavía quedaba la batalla de Polonia por librar, pero sí, se puede decir que a finales de los setenta el reflujo de la clase obrera tradicional es imparable. El capitalismo ha triunfado en todos los frentes y se dispone a reestructurarse sobre bases nuevas. La reconversión democrática de la dictadura española no tiene otro objeto que facilitar ese triunfo en el área mediterránea.

La derrota tiene dos orígenes: el empuje de la reacción, asociada a la oposición (partidos y burocracias sindicales); y los errores cometidos por el movimiento asambleario obrero.

En efecto, cabe atribuir la derrota tanto a la unidad entre el franquismo y la oposición político-sindical, como a la debilidad estratégica del propio movimiento asambleario, incapaz de reaccionar a tiempo contra todos sus enemigos e igualmente incapaz de protegerse con la clandestinidad, debilidad acentuada por la represión y el sabotaje interno de las asambleas, y por la persecución de militantes partidarios de ellas.


El texto habla de cómo el movimiento no supo trasladar la lucha a su terreno e imponerla: no ocupó los espacios liberados, no destruyó el poder del Estado y la oligarquía. No se tuvo en cuenta «la famosa fórmula de Miguel Bakunin, `el goce destructor es una pasión creadora'».

La orden de disparar contra los obreros dada por Fraga pilló desprevenido al movimiento, que no se esperaba una tragedia de esa magnitud. El efecto desmoralizador fue grande, y lo que siguió fue una desorientación general. Nadie sabía qué hacer. Así pues, muchos de los militantes asamblearios, aun sin negar el papel de la asamblea, se inclinaron hacia los sindicatos y los parlamentos, para no tener que pasar por otra batalla sangrienta. Otros, pensaron que el salto revolucionario a dar contra el estado era demasiado grande para las fuerzas y la preparación que se disponía, y se decantaron por fórmulas híbridas contemporizadoras con el nuevo statu quo político y sindical. En cuanto a la frase de Bakunin, hay que considerarla en su contexto, dentro de las pugnas filosófico-políticas de los jóvenes hegelianos. La destrucción (de lo viejo) y la creación (de lo nuevo) es un juego dialéctico que tiene la historia como escenario. La pasión es el instrumento subjetivo e inconsciente del espíritu creativo a punto de alcanzar la plenitud con las transformaciones sociales y políticas estimuladas por la Revolución Francesa, muestra de lo que Hegel llama la astucia de la Razón. No significa en absoluto un llamamiento a la insurrección o al vandalismo.

Berlín, Praga, Budapest, Gasteiz, Buenos Aires: con el estado y el sistema desacreditados, el pueblo se revuelve, pero llega un momento donde no se sabe qué camino tomar y el capital reconstruye su armazón, asimila la disidencia y vuelve a legitimarse.

No basta con saber lo que no se quiere; hay que saber lo que se quiere y estar dispuesto a tomar las medidas necesarias para ponerlo en práctica. Pero la simple enumeración de oportunidades fallidas no sirve. Cada revuelta de las mencionadas fue diferente a las otras, movilizó fuerzas distintas y su fracaso relativo obedece a una combinación de factores diferentes. Cada conflicto crea una situación inestable de doble poder en la que la victoria corresponde al contrincante más decidido y capaz de poner con mayor celeridad toda la fuerza disponible en su platillo de la balanza.

¿Cómo debemos interpretar la situación actual, la coyuntura?¿Qué dirección debe tomar la lucha emancipadora anticapitalista?

La lucha anticapitalista ha de librarse del lastre de ideas caducas heredadas del pasado, especialmente de las que se pretenden modernas, y que como peso muerto la arrastran a la derrota. No hay peor enemigo de la lucha que las ideologías, verdaderas religiones secularizadas que oscurecen la conciencia de la realidad y conducen la lucha hacia callejones sin salida. La lucha ha de crear zonas tanto de reflexión libre como de libre experimentación para contrarrestar su influencia.

Los años 70 y la derrota obrera son el comienzo de una vuelta de tuerca en el desarrollo del capitalismo y de la división internacional del trabajo siguiendo la misma lógica de las leyes del capital pero con la inestimable ayuda de los sorprendentes avances tecnológicos en las comunicaciones.

El mundo se transforma más y más en mundo de la mercancía, de las finanzas, del Estado. La tecnología se ha vuelto la principal fuerza productiva, sobre la que el capitalismo globalizado se apoya para resolver sus problemas de producción, y la masa asalariada se ha convertido en la principal fuerza de consumo que hace posible la acumulación cada vez más ampliada de capitales.

En las sociedades occidentales, la clase obrera como tal desaparece y, en los últimos 20 años, queda laminada en diferentes grupos que no se reconocen entre sí. Desaparecen también los escenarios físicos donde se reproducía la lucha (fábrica, barrio) y, mientras tanto, la sociedad permanece silenciosa, apática, satisfecha en apariencia.

El obrero industrial no constituye la mayoría de la población asalariada en las sociedades capitalistas desarrolladas, y no puede definirse ya como una clase más que desde el punto de vista estrictamente económico, no político ni social. Pero no desaparecen los conflictos, lo que sucede es que se dan en otros escenarios: los suburbios, el territorio... Los protagonistas no son los de antes; la historia les ha jubilado. Los nuevos agentes revolucionarios nacen de las ruinas de la etapa anterior.

Aquí, el recambio, la transición, ha funcionado sin apenas fisuras. Hoy, a pesar del sostén que tiene la historia oficial, junto a los casos de corrupción política, el desplome del modelo especulativo, asoman luchas. Parece, que estas están protagonizadas por «desheredados», por una juventud que no tiene posibilidad de inserción en el sistema y/o el mercado laboral.

Hemos soportado una larga etapa de resignación consumista que ha corrompido la mentalidad de la mayoría asalariada. El sistema desarrolló una extraordinaria capacidad de integración cuyos resultados perduran aun cuando las condiciones de prosperidad mercantil hayan desaparecido. La crisis económica que ha puesto fin a la alegría consumidora no parece que haya acarreado cambios significativos en la forma de pensar y actuar de los ya no tan integrados. Solamente aquellos que no fueron corrompidos por el dinero y la política porque optaron por la marginación y la resistencia, y aquellos recién llegados que ahora el sistema margina porque no los puede incorporar al mercado, tienen algo que decir.

Resulta curioso que las burocracias sindicales y los partidos se obstinen en lanzar consignas que hablan de crear empleo, algo irreal. No se habla de «derecho a la pereza» ni de «empleo libre».

El trabajo asalariado es la clave que sustenta todo el sistema de dominación. Todos los defensores del orden establecido, son defensores del trabajo. Y todos los que sufren tal orden necesitan trabajar para sobrevivir. El «empleo» es la zanahoria del poder que determina la actitud sumisa de los explotados frente a la explotación.

Por último, reeditar este texto, ¿puede ser útil para ayudar a que las luchas se re-sitúen en tiempo y espacio, para que la revolución comience en donde alguna vez se dejó?

La lectura de un texto que ofrece una visión realista de un momento crucial de la pasada lucha de clases nunca está de más, sobre todo si se quiere encarar el presente con una perspectiva histórica, tan necesaria para encontrar el camino perdido de las revoluciones.

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