"Los animales experimentan miedo, angustia, vulnerabilidad, pero su
cerebro limita su vida moral. No se les puede exigir una racionalización
de sus impulsos que regule sus actos de acuerdo con preceptos éticos."
Rafael Narbona
Se ha dicho que los nazis trataron a
los judíos, gitanos y otras minorías como a animales, aceptando
implícitamente que es lícito matar o esclavizar a otras especies. En Amos de la muerte: Los SS Einsatzgruppen y el origen del Holocausto
(2003), el historiador Richard Rhodes explica que los alemanes
obligaban a los adultos a amontonarse unos sobre otros en las fosas para
recibir un tiro en la nuca. Este método implicaba que –salvo los que
morían en primer lugar- las víctimas se tumbaban sobre un cadáver o un
cuerpo agonizante antes de ser asesinadas a sangre fría. Los SS llamaban
a este procedimiento Sardinenpackung. Nos horroriza este
procedimiento, pero no nos preocupa que a diario millones de animales
sean electrocutados, decapitados o acuchillados. Albert Camus nunca
olvidó el grito de una gallina degollada por su madre en el patio
trasero de su casa. Ese día su conciencia se estremeció, pensando que el
animal “habló”, invocando una improbable clemencia. Nuestra especie se
ha acostumbrado a convivir con una “mancha moral” que algún día
cuestionará los fundamentos de nuestro arbitrario sentido de la ética.
Después de emplear reiteradamente el Sardinenpackung,
los nazis advirtieron que los niños más pequeños sobrevivían, pues el
cuerpo de sus madres actuaba como parapeto. Por eso, en el hospital de
maternidad de Vinnitsa, metieron a los recién nacidos en sacos y los
arrojaron a la calle desde las ventanas. A veces, golpeaban
violentamente el saco contra una pared antes de lanzarlo al vacío.
Durante mucho tiempo, se ha utilizado este método para acabar con la
vida de los perros y los gatos recién nacidos. La comparación puede
parecer ofensiva, pero Richard Rhodes, que no es un animalista, emplea
los argumentos de la antropóloga francesa Noëlie Vialles para explicar
cómo los ejecutores de la Shoah pudieron inmunizarse al dolor de sus víctimas. En su ensayo Animal to Edible
(1994), Vialles afirma que los mataderos industriales y los campos de
exterminio nazi funcionan de manera similar, dividiendo el trabajo para
diluir la responsabilidad y disipar cualquier objeción moral. El primer
matadero industrial se inauguró en Chicago y los nazis lo visitaron para
copiar sus innovaciones. El 15 de agosto de 1941, el Reichsführer
Himmler contempló por primera vez en Minks (Bielorrusia) el
fusilamiento de un centenar de partisanos y judíos. Según los
testimonios del alto mando de las SS y de la Policía Erich von dem
Bach-Zelewski, la experiencia le resultó traumática. Primero, detuvo la
ejecución para comprobar si un joven alto, rubio y de ojos azules, era
realmente judío. Cuando el infortunado le confirmó que era judío, al
igual que sus padres y abuelos, Himmler dio una patada en el suelo y
exclamó que en ese caso ni siquiera él podía evitar su muerte. El
pelotón, compuesto por doce hombres, disparó a continuación, pero dos
mujeres no murieron en el acto. Malheridas, gimoteaban en la fosa.
Descompuesto, Himmler se dirigió al jefe del pelotón y gritó: “¡No
torturéis a esas mujeres! ¡Disparad! ¡Daos prisa y matadlas!”. Otto
Bradfisch, jefe del Einsatzkommando 8 del Einsatzgruppen B,
contó durante su juicio por crímenes de guerra y crímenes contra la
humanidad que Himmler reunió a los oficiales después de la matanza y les
dijo que su trabajo era ciertamente repugnante, pero que se limitaban a
limpiar el mundo de seres indeseables e inútiles. Cualquier cazador
puede expresarse en los mismos términos, después de ahorcar a un galgo
que ha envejecido o ha demostrado escasas aptitudes para acosar a un
conejo o una liebre.
Las cámaras de gas comenzaron a utilizarse en la primavera de 1941 para liberar a los ejecutores de la Shoah
de la ingrata experiencia de abatir a balazos a mujeres, niños y
ancianos. En Chelmno, Sobibor y Treblinka se empleó monóxido de carbono y
sólo en Auschwitz se recurrió al Zyklon B, acido cianhídrico que al contacto con el agua produce cianuro de hidrógeno gaseoso. Fabricado como insecticida por IG Farben (un complejo de empresas farmacéuticas que incluye a la famosa Bayer),
se consideró idóneo para el exterminio de seres humanos por su poder
altamente tóxico. Una tonelada del producto puede matar a 25.000
personas. El 17 y 18 de julio de 1942, Himmler visitó Auschwitz. Durante
la mañana del primer día, observó por la mirilla de una cámara de gas
el asesinato de varios centenares de deportados, sin mostrar ninguna
clase de repugnancia o espanto moral. Esa misma tarde, se marchó a una
taberna con Rudolf Höss, comandante del campo y el Gauleiter local,
acompañados de sus respectivas esposas. Bebieron vino y celebraron los
éxitos de Alemania en su guerra contra los judíos y los bolcheviques.
Aún se hallaba relativamente lejos el 2 de febrero de 1943, cuando el
mariscal de campo Friedrich Paulus se rindió ante los soviéticos en
Stalingrado, después de una cruenta batalla que costó más de cuatro
millones de vidas, sumando las bajas de ambos bandos.
Las cámaras de gas fue la “solución
humanitaria” al exterminio mediante pelotones de fusilamiento. “Nunca
seremos duros o despiadados cuando no sea necesario”, afirmó Himmler el 4
de octubre de 1943 en la conferencia anual de altos mandos de las SS.
“Muchos de vosotros sabéis qué significa contemplar montañas de
cadáveres y no perder la decencia. Es una página gloriosa de nuestra
historia, nunca escrita, y que no debe escribirse […]. Hemos cumplido
esta pesada tarea por amor a nuestro pueblo. Y no hemos dañado nuestro
ser interior, nuestra alma, ni, en consecuencia, nuestro carácter”. Las
palabras altisonantes de Himmler mencionando la decencia resultan
particularmente grotescas, pues todas las fuentes históricas señalan que
las matanzas estuvieron acompañadas de corrupción a todos los niveles.
Incluido el propio Himmler, todos los miembros de las SS robaron
sistemáticamente los bienes de las familias judías asesinadas: oro,
joyas, obras de arte. La mentalidad perversa de Himmler se refleja en su
colección privada de muebles realizados con restos humanos. De hecho,
poseía varios ejemplares del Mein Kampf con cubiertas de piel
procedentes de la espalda de judíos asesinados en Dachau. Al final de la
guerra, Himmler pensó que los aliados aprovecharían su experiencia
policial y le encargarían velar por la seguridad en la Alemania de la
posguerra. Una de sus preocupaciones era averiguar si sería más oportuno
saludar al general Eisenhower con un apretón de manos o el saludo nazi.
Hitler le destituyó de todos sus cargos cuando descubrió que negociaba
su salvación personal con las fuerzas aliadas. Aunque se afeitó el
bigote y se colocó un parche sobre el ojo izquierdo, fue reconocido en
un control británico entre Hamburgo y Bremen. Mientras un médico le
examinaba, se suicidó, mordiendo la capsula de cianuro que había
escondido en sus dientes. Sus restos fueron enterrados en una tumba
anónima.
Himmler pertenecía a la clase media.
Hijo de un maestro, se educó en un ambiente estricto, donde se aplicaba
el castigo físico para corregir cualquier gesto de rebeldía o
indisciplina. De hecho, el historiador alemán Götz Aly nos recuerda que a
los maestros también se les llamaba “apaleadores”. Durante sus años de
universidad, Himmler se apuntó a una asociación estudiantil y participó
en un par de duelos con sable, que le ocasionaron heridas en la cabeza.
Su trayectoria no es insólita, sino previsible en un alemán de su tiempo
y su clase social. No era un hombre especialmente violento, pero sí un
cobarde que se adaptó perfectamente a la rutina del “asesino de
despacho”. Richard Rhodes menciona que recriminaba a sus compañeros de
partido su afición por la caza, afirmando que matar a un ciervo era “un
simple asesinato”. No se debe confundir esa observación con hipocresía o
con una sensibilidad deformada, sino con el horror de la clase media
hacia las formas más cruentas e inmediatas de violencia. En 1835, las
leyes inglesas establecían nuevas formas de sacrificio de los animales
para disminuir su sufrimiento y evitar la degradación moral de los
matarifes, que hasta entonces trabajaban en el centro de los pueblos,
ofreciendo un espectáculo que recordaba las ejecuciones medievales ante
una chusma eufórica. Hitler intentó aplicar el mismo criterio en el
exterminio de los presuntos enemigos del Reich. Noëlie Vialles
describe el proceso psicológico que permite el funcionamiento de los
mataderos industriales: “Los trabajadores afirman a menudo que ‘cuando
te acostumbras, lo haces como harías cualquier otra cosa’. Ese vacío en
el pensamiento y esa falta de identificación con la tarea que uno
realiza, que en cualquier sitio se consideran características negativas
del trabajo de la producción en cadena, constituyen aquí, por el
contrario, un prerrequisito para ‘acostumbrarte a ello’”.
El Premio Nobel sudafricano John M.
Coetzee opina que los mataderos industriales encierran el mismo espanto
que Treblinka y que sólo nuestra perspectiva como especie superior y con
derechos y privilegios exclusivos puede explicar nuestra indiferencia
hacia el sufrimiento de otras especies, condenadas a la estabulación, la
muerte violenta y el consumo. No pierdo la esperanza de que algún día
rectifiquemos y olvidemos nuestras viejas excusas y pretextos. Los
animales experimentan miedo, angustia, vulnerabilidad, pero su cerebro
limita su vida moral. No se les puede exigir una racionalización de sus
impulsos que regule sus actos de acuerdo con preceptos éticos. Le sucede
lo mismo a los niños pequeños o a ciertas personas con la mente herida
por culpa de una cruel enfermedad, pero no es menos cierto que esa
impotencia suele convivir con la ternura y la demanda de afecto y
protección. Sólo el que ha mirado a los ojos de un animal y no ha
descubierto su profundo desamparo, puede ignorar que Auschwitz y un
matadero industrial nacen del mismo desprecio hacia la vida y el dolor
ajenos. Tal vez necesitemos una nueva época de Ilustración para
comprender que cualquier utopía debe incluir los derechos de los
animales, negados y escarnecidos por una humanidad obtusa y
autocomplaciente.
1 comentario:
Quienes no respetan a los animales no se respetan a sí mismos ni a sus semejantes. El capitalismo ha envenenado no sólo las relaciones humanas, sino toda relación de los seres humanos con el mundo, convirtiéndolo en mercancía, en cosa.
"Es un principio fundamental: subordinar no es solamente modificar el elemento subordinado, sino ser uno mismo modificado. La herramienta cambia juntamente a la naturaleza y al hombre: somete la naturaleza al hombre que la fabrica y la utiliza, pero une al hombre a la naturaleza avasallada. La naturaleza se convierte en la propiedad del hombre, pero deja de serle inmanente. Es suya a condición de estarle cerrada. Si él pone al mundo en su poder, es en la medida en que olvida que él mismo es el mundo: niega al mundo, pero es él mismo quien resulta negado. Todo lo que está en mi poder anuncia que he reducido lo que me es semejante a no existir por su propio fin, sino por un fin que le es extraño." Georges Bataille
Excelente reflexión la de Rafael Narbona.
Salud!
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