"...la labor y posicionamientos de nuestras
asociaciones pacifistas, muy directamente Gesto por la Paz, y con otros
matices, límites y consideraciones Elkarri y luego Lokarri, han sido
complementos ideológico-políticos de la política de represión y negación
político-cultural del Estado."
La lucha ideológica es importante. Soy
de los que piensan que en los últimos tiempos, hemos conocido algo más
que un cambio estratégico. Hemos conocido, en los últimos cuatro años,
una regresión ideológica importante. El cambio de «todo un marco
conceptual» es una muestra de ello. Trataré de explicarme.
La cuestión de la violencia. Si atendemos al proceso vasco en el
momento actual, solo hay y ha habido una violencia: la violencia de la
insurgencia. El proceso es tan sencillo que nos recuerda una película de
indios y vaqueros. «Los indios son malos». Punto. En los años 60 el
franquismo proclamaba a los cuatro vientos la «paz de Franco». Pocos
años antes se había ordenado borrar las últimas inscripciones vascas que
quedaban en las tumbas vascas.
Sin embargo, si nos atenemos a cualquier proceso de paz, a cualquier
negociación política; la paz se aborda considerando la existencia de
tres violencias fundamentales: la violencia de la insurgencia, la
violencia estructural y la violencia del Estado. De la violencia de la
insurgencia sabemos todo. Los medios de comunicación españoles y vascos
se encargan de ello. De la violencia estatal sin embargo es peligroso
opinar. Se trata de ocho décadas en las que desde el poder, se ha
impuesto la violencia mediante decenas de miles de detenciones, miles de
torturas, asesinatos policiales y parapoliciales, miles de años de
condenas impuestas por el sistema judicial. Terror cotidiano impuesto
por las policías y agente armados y terror psicológico impuesto por los
medios de comunicación. Pero la peor violencia es la violencia
estructural. Todo el proceso genocida de destrucción de nuestra lengua y
cultura. De la ocupación política en nuestro territorio y de la
asimilación y desarraigo de nuestra población. Esa violencia que nos
niega la nacionalidad, y de los derechos derivados de esa negación. Esa
violencia por la que los ciudadanos y ciudadanas de esta tierra tenemos
radicalmente cercenado nuestro derecho a la autodeterminación y a la
libertad. Esa violencia que siempre nos obliga a la sumisión. Que
condena duramente la libertad de asociación, y de manera especial la
libertad de expresión. Esa violencia que asienta nuestro modo de vida en
la explotación, la aculturización y en la precarización Esa violencia
que impide que diseñemos y gestionemos nuestro porvenir y nuestra
potencial creación. Esa violencia que nos impide ser sujetos colectivos
de historia y de civilización.
Cualquier comparación seria hoy entre el proceso vasco y el proceso
colombiano nos muestra, además, diferencias significativas en su
contenido y en su metodología. El proceso colombiano busca la paz
centrándose en solucionar las «causas» del conflicto y centra la
responsabilidad fundamental en el Estado. El proceso vasco (la
Declaración de Aiete) se centra, en cambio, en las «consecuencias» del
conflicto y dirige la responsabilidad fundamental hacia la insurgencia.
No hablaremos ya del «derecho de rebelión» escrito con letras de oro en el prólogo de la Declaración de los Derechos Humanos.
En estas condiciones, la labor y posicionamientos de nuestras
asociaciones pacifistas, muy directamente Gesto por la Paz, y con otros
matices, límites y consideraciones Elkarri y luego Lokarri, han sido
complementos ideológico-políticos de la política de represión y negación
político-cultural del Estado. Para ellos, se ha obtenido la paz. En la
simpleza de las películas del oeste, el ejército americano extermina a
los indios o los ubica en las reservas. Ha logrado la «Paz Americana». Y
en nombre de «la paz americana» continúa matando, aculturizando y
marginando a los indios. Aquí el monopolio de la violencia por parte del
Estado ha hecho que las torturas, la opresión política, cultural y
lingüística y los encarcelamientos y largas condenas por la actividad
política y la libertad de expresión sean moneda corriente en nuestra
cotidianidad actual.
La identificación de política con política institucional. Se rompe la
versión clásica reinante en la izquierda abertzale que defendía una
concepción mucho más amplia de la política, que incluía también la
política institucional, por otra más restringida y centrada casi
exclusivamente en la política institucional. Se trata de una nueva
concepción «ahistórica», por lo que la Revolución Rusa, la Revolución
Francesa, la Comuna de París, las luchas por la independencia de
América, la Revolución cubana, la Revolución vietnamita o la Guerra de
España, con su posterior resistencia, «no serían políticas». Su objetivo
aquí y ahora es transmitir el mensaje de que «no son políticas» las
insurgencias anteriores en nuestra tierra.
La fuerza del cambio vasco ha quedado mermada por la ofensiva de
Podemos contra la «casta política», aplicando precisamente esa
denominación a los sectores que dirigían la política institucional, y
mermando considerablemente a nivel popular el prestigio de esta última.
Este cambio ideológico va a suponer que se interiorice
progresivamente en la izquierda abertzale una idea «estrella» del poder:
la diferenciación entre «presos políticos» y «presos terroristas». Los
primeros identificados a condenas por libertad de libertad de
asociación, de expresión, de actividad institucional o de organización y
los segundos calificados de esa manera por haber participado en alguna
clase de relación con la actividad armada.
La ética. Es una parte de la ideología moral que hace referencia a
nuestras ideas sobre el «bien» y el «mal». Es una ideología heredada que
sirve a las clases dominantes para reproducir su dominación. En la
época de la Inquisición, matar a los herejes era el bien, y la vida de
esos herejes representaba el mal. En Arabia Saudí se lapida hasta la
muerte a las mujeres que cometieron adulterio. En mi pueblo de Arrasate,
el conde, que no tenía jurisdicción sobre la villa, interpretó la lucha
de la independencia contra los franceses como la victoria de la nobleza
sobre el pueblo y castigó por insubordinación a un ciudadano libre de
la villa. Dos meses después el conde fue asesinado y durante más de un
siglo a ese lugar se le llamó «el cantón del crimen». La historia no
recoge lo que pasó con el pobre desdichado que murió en las galeras sin
que nadie demostrara su culpabilidad.
En las décadas de los 60 y 70, en el contexto del Mayo francés del 68
y de manera especial de la Revolución cubana y de la Revolución
vietnamita, un sector considerable de nuestro pueblo desarrolló una
ética que podríamos considerar muy próxima a lo que había sido la «ética
guevarista». Esta identificaba la ética con la lucha contra la opresión
y la libertad en nuestra tierra. Pero, a su vez, defendía esa
sensibilidad que hacia considerar que los sufrimientos y opresiones de
otros colectivos o de otras tierras eran también sentidos como propios.
Hoy se nos vende una ética diferente. Ahora, se nos vende una ética
que considera normal el monopolio de la violencia coercitiva y judicial
del Estado contra nuestra tierra y sociedad. Frente a la ética de
entonces, se nos vende una ética que pregona el individualismo y la
sumisión. Es la conjunción del ciudadano del mundo expresado en el
«american way of life» y el «homo economicus» de la sociedad neoliberal.
A manera de resumen, la ética que se nos vende tiene como objetivo
asegurar el «buen vivir» de las clases medias-altas de nuestra sociedad.
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