"Aprender que el malestar no depende de su psique individual sino de las
relaciones de explotación y sumisión al imaginario de deseos que nos
hace vivir por encima de nuestras posibilidades con modelos de clase
media es la amarga verdad que la población trabajadora se niega a ver. "
Salvador López Arnal
Ekintza Zuzena nº40
*Guillermo Rendueles (Gijón, 1948) es psiquiatra del Insalud y ensayista
Si me permite, déjeme iniciar la conversación con algunas
definiciones, con algunas delimitaciones conceptuales. ¿Qué tipo de
enfermedades mentales trata la psiquiatría?
En alguna ocasión he manejado la metáfora de que la psiquiatría como
Coche Escoba de la medicina social, como práctica de cuidados que recoge
todos los malestares que no caben en las categorías
científico-naturales de la medicina o los recursos sociales. La medicina
ofrece demagógicamente una definición de salud como “un estado de
bienestar y realización físico–psíquica” para toda la población.
Como es obvio que vivimos en una sociedad llena de sufrimiento y malestar no reparables por tratamientos médicos ni ayudas sociales, cuando un dolor o una queja no tiene un substrato anatómico clínico demostrable o es imposible de encuadrar en las pedagogías sociales se le etiqueta como enfermedad psiquiátrica y se le trata con ansiolíticos y antidepresivos que efectivamente acallan el dolor. Todo ello para no confesar la impotencia del llamado estado del bienestar para ofrecer una vida buena.
El niño no educable en la escuela acaba en el psiquiatra. El ama de casa
quejica de dolores a los que no se le encuentra causa física, el
psiquiatra la etiqueta de somatizadora y le da ansiolíticos. El
comercial que no duerme y abusa del alcohol, de nuevo ansiolíticos. Todo
con tal de no cuestionar la escuela, el hogar o el comercio como focos
de alienación y mala vida que hay que transformar o destruir.
De ahí que la práctica psiquiátrica sea una práctica muy pretenciosa:
ofrece mejoras para toda clase de males y desde luego promesas que
luego no puede cumplir. Todo acaba en un totum revolutum llamado
psiquiatrización de la vida cotidiana. De ahí que la sala de espera de
un psiquiatra sea un lugar singular donde coexisten desde malestares
banales secundarios a la vida cotidiana con los sufrimientos más atroces
de las psicosis o las grandes depresiones que terminan en el suicidio.
Para todos tiene el psiquiatra una palabra como un cura o una pastilla
como un médico o una rehabilitación como un masajista.
¿Y qué relación, si existiera, observa usted entre la psiquiatría y la psicología?
Los dos gremios compiten en ofrecer remedios que psiquiatrizan o
psicologizan la vida cotidiana. Ambas profesiones se proponen como
remedios para todos esos malestares que van del nacimiento a la muerte.
La gente ha sido desposeída de sus saberes comunes para criar hijos,
para el sexo, para envejecer, para luchar contra la explotación laboral y
necesita técnicos que provistos de saberes psi le enseñen a vivir.
Psicopedagogos para criar hijos sanos mentalmente, sexólogos para
concebirlos, psicólogos para hacer duelo por la muerte de los deudos,
gerontopsicólogos para envejecer saludablemente y neuropsiquiatras
contra el mobbing.
Los psicólogos limitan ese enseñar a vivir, limitan estas curas de la
vida a palabras y los psiquiatras ofrecen además pastillas que hacen
distanciarse a los sujetos de la situación invisible y con ello a
tolerar mejor el dolor vital. Ambos ofrecen lo que no pueden dar:
remedios técnicos para resolver sufrimientos sin romper los marcos de la
situación que genera esos dolores y que no son otros que individualismo
o el mercado.
Entonces, psiquiatrizar y psicologizar son, según usted, tareas muy próximas.
Efectivamente. En el sentido señalado de psiquiatrizar y de
psicologizar, son tareas similares. No se trata de sustituir una
práctica psiquiátrica por una psicológica sino de salirse de ambas redes
que limitan los análisis y soluciones populares al egoísmo y al cálculo
afectivo que hoy domina la ideología popular y que psiquiatras y
psicólogos refuerzan como aparatos del estado que son. Ante un duelo o
un despido ambos discursos recurren a metáforas economistas para
formular sus tratamientos: desinvertir afectos del muerto o el trabajo
perdido, volver a invertirlos. Cualquier situación se enmarca por ambos
gremios en las oscuras aguas del cálculo egoísta que decía Marx. No
conozco a nadie que haya ido al psicólogo y le haya preescrito la lucha
solidaria contra sus males sino cuidar de sí en el marco intimista.
Nadie que no haya ido y no le hayan dicho que él no puede arreglar el
mundo ni tiene culpa de sus desarreglos y que se afane al carpe diem. De
hecho leer un manual de autocuidado es una incitación al egoísmo y
muchos de los manuales para mujeres una auténtica agresión a
sentimientos altruistas: aprender a decir no, no amar demasiado,
calcular bien el intercambio afectivo para no salir defraudadas. En fin,
una especie de buen inversor no sólo en la bolsa sino en la casa o la
cama.
Depsiquiatrizar o depsicologizar la vida cotidiana supone recuperar
un saber común que antes tenía la mayoría de la gente para gestionar las
situaciones de sufrimiento o conflicto sin recurrir a unos técnicas psi
o una pastillas con dudosa o excesiva eficacia (las pastillas
psiquiátricas son a veces demasiado eficaces y permiten tolerar
situaciones intolerables adormeciendo los sentimientos que permiten
cambiarlas). Para escuchar penas o aconsejar con prudencia cualquiera de
nuestro entorno sirve menos un profesional psi que no comparte valores
ni sentimientos y por ello los enmarcara en sistemas ideológicos de la
escuela a la que pertenezca.
¿La tradición psicoanalítica ha dejado su huella en la psiquiatría actual?
La psiquiatría actual está dominada por clasificaciones procedentes
de la muy poderosa Asociación de Psiquiatras Americanos. Hace una década
impusieron una clasificación de las enfermedades mentales llamada DSM
III que excluyó cualquier término psicoanalítico como neurosis o
histeria. Se pretendió con ello una clasificación empírica y ateórica de
los trastornos mentales que supuso en la práctica el que los
psiquiatras dejasen de pensar o interpretar la relación de los síntomas
psiquiátricos con la biografía de sus pacientes, para buscar signos
objetivos de enfermedades y tratar las enfermedades con protocolos de
consenso logrados por votaciones democráticas en los congresos
psiquiátricos.
En el fondo la DSMIII nació por la impotencia de la psiquiatría o la
psicología para diagnosticar con precisión. Unos investigadores fueron
ingresados como enfermos y los psiquiatras fueron incapaces de detectar
la simulación. El horror de los años 70 en la academia psiquiátrica es
que, al no poder identificar simuladores o no ponerse de acuerdo en las
peritaciones ante los juzgados para bajas laborales, la administración
excluyese a lo psiquiátrico del campo médico o del pago de las muy
poderosas compañías de seguro americanas. De hecho algunas definiciones
en la DSM dependen de un pacto con esas compañías para que no empiecen a
pagar seguros médicos a los esquizofrénicos antes de 6 meses que se
exige para el diagnóstico de esta enfermedad. La voluntad de ser
empíricos y ateóricos barrió toda la “epistemología de la sospecha” que
Freud había introducido para interpretar los síntomas psiquiátricos y
dar sentido a la enfermedad, para relacionar el sufrimiento psiquiátrico
con los poderes familiares que escribían la versión canónica y falsa de
la infancia.
Hoy los síntomas psicológicos -nuestras angustias o depresiones- son
una especie de equivalentes de unos trastornos de los neurotrasmisores
que aunque nadie pueda medir se suponen modificables con psicofármacos o
terapias. De ahí que Freud sea hoy un completo desconocido para las
nuevas generaciones de psiquiatras.
Y eso para no hablar de la izquierda freudiana que dio importantes
materiales para las revueltas contra el manicomio y la institución total
de los años 70 y las resistencias antiautoritarias al familiarismo. Lo
psicoanalítico ha quedado por ello como una escuela con escasa
aplicación en la clínica real.
Los americanos dicen que el psicoanálisis es otra de las rarezas de
Paris y el número de pacientes tratados por analistas no llega ni al uno
por mil de la población psiquiatrizada en nuestro mundo.
¿Qué significó aquella rebelión antipsiquiátrica de los años
sesenta y setenta al que usted hacía referencia? Estoy pensando en
Coopper, en Bassaglia,…
El movimiento de Psiquiatría Democrática que encabezó Bassaglia
representó la voluntad de dar la vuelta al sofisma del manicomio que
eludía el análisis del encierro en la génesis de la gran locura Lo mismo
que en los zoológicos se produce una conducta animal que no es la real,
en el manicomio se producía lo que Bassaglia llamaba el Doble de la
Enfermedad Mental. El manicomio producía una locura que no era la de los
pacientes sino la producida por el estigma y la profecía autocumplida
de la psiquiatría de la época que describía la locura como peligrosa e
irrecuperable. De ahí que todo el saber producido por la observación de
locos encerrados, es decir toda la psicopatología clásica era un seudo
saber parecido al de la zoología del parque de fieras. Categorías
psiquiátricas centrales como la esquizofrenia catatónica desaparecieron
de los libros cuando desaparece el encierro manicomial.
Yo trabajé en un manicomio cercano a Madrid donde los pacientes
estaban internados y diagnosticados en pabellones sintomáticos. Había
pabellones de violentos, incontinentes, crónicos cerrados, abiertos,
etc. Por un derrumbe tuvimos que repartir los internados del pabellón de
violentos por el resto del manicomio y la conducta violenta dejó de
producirse en los enfermos que padecían la violencia. La violencia no
era por ello algo producido por el cerebro o la enfermedad de los
pacientes sino creado por la institución que los cronificaba.
Del manicomio, el análisis bassagliano se extendió a otras
instituciones totales como el ejército, las fábricas, los internados
estudiantiles y fue muy productivo para las revueltas de mayo 68. De
repente las masas en las fábricas descubrieron que el sufrimiento
laboral no tenía que ver con su trabajo real o la producción, sino con
las disciplinas que imponían gerentes y capataces. Los movimientos de la
Autonomía Obrera italiana deben mucho a ese análisis postbassagliano en
el que la fábrica se parece al manicomio o al cuartel en falsificar las
vidas de sus internados y en crear una vida doble de la real- posible.
Destruir los muros de esas instituciones fue la bella consigna que salto
de los manicomios a las cárceles, las fábricas o los cuarteles. La
esperanza de destruir ese archipiélago de instituciones que limitaban la
vida fue el último fantasma de la libertad que yo conocí.
En cuanto a Coopper...
Coopper y Laing hicieron unos análisis más microsociales de la
familia como institución generadora de patología mental codificando
figuras como los padres esquizofrenógenos o las teorías del doble
vínculo como substrato de la comunicación autoritaria y enloquecedora
que quebraba la identidad del sujeto casi desde el nacimiento.
De nuevo la locura era prefabricada desde la irracionalidad de la
autoridad familiar. Cuando se falsifica la percepción de las necesidades
infantiles y una madre afirma saber que su hijo tiene sueño y debe irse
a la cama aunque el niño diga no tener sueño se esta iniciando ese
proceso de pérdida de saber íntimo que en su extremo crea locura (la
autoridad y la orden de vete a la cama se enmascara en cumplir las
falsas necesidades del niño como el mercado satisfará todas las falsas
necesidades del adulto). El discurso del padre aparece en esos análisis
como el eco directo de la voz del amo estatal, mientras la madre es una
figura más enloquecedora por su papel ambivalente entre la incitación a
la sumisión y las fantasías utópicas. Estos análisis fueron muy
productivos para el pensamiento antiautoritario y antifamiliar con
propuestas de comunidades terapéuticas sin terapeutas y en desenmascarar
todas las trampas que el lenguaje normal forjado en la intimidad crea
en la enajenación cotidiana. Gestionar la enseñanza de los sentimientos
correctos, de cómo se debe querer, que constituía una función familiar
central, saltó por los aires en esos años gracias a los análisis de
Laing.
La derrota de todo ese movimiento es hoy más que evidente, cuando las
familias de enfermos tienen un poder grande y piden tratamientos
obligatorios o cerrados para sus hijos y en la práctica están logrando
la vuelta a unas disciplinas panópticas cercanas a neo manicomios y al
uso masivo de psicofármacos inyectables quincenalmente como profilaxis
de cualquier conducta violenta. Cada vez que hay un acto violento de un
paciente psíquico el clamor por el encierro no cesa y las maldiciones
contra la antipsiquiatria tampoco.
Afirmar que aquello no fue un sueño y que efectivamente luchar contra
el manicomio fue luchar contra el orden o el familiarismo es hoy, más
que un ejercicio de memoria, una afirmación de la esperanza en rebrotes
de la razón tras su eclipse.
"Sólo una forma de vida en lo común permite escapar a las miserias del individualismo o disminuir las penas cuando la tragedia nos alcanza”
En las enfermedades mentales, ¿la herencia genética es
determinante? ¿Influye, de qué forma, el ambiente social, la estructura
familiar? ¿Depende de las enfermedades?
Los conceptos de enfermedad mental están mal definidos y por ello es
difícil de contestar a la pregunta de las influencias del ambiente o los
genes. En los grandes síndromes bipolares y esquizofrénicos la herencia
parece indudable pero es la herencia de una vulnerabilidad que no se
parece al modelo del despertador biológico preparado para que surja la
enfermedad a la llegada a la pubertad.
El brote psicótico y las fases maniacodepresivas precisan de un
desencadenante y, una vez desencadenada su evolución, depende de cómo se
trate y se prevengan las recaídas. Si se la medicaliza en extremo o se
la encuadra en profecía auto cumplida -la locura nunca cura- se
transforma en un proceso invalidante que hace sujetos dependientes de
por vida, que necesitan, según los protocolos actuales, vigilancia y
control perenne sin ninguna posibilidad real de alta médica. Médicos y
familias coinciden en que, ante el riesgo de recaída, es preferible
tratamientos perennes.
Por el contrario que se limite el tratamiento y el pronóstico
positivo a episodios psicóticos con perspectivas de cura, permite vidas
en libertad que gestionen con prudencia ese riesgo indudable de recaída
que los genes provocan. Gestionar ese riesgo desde lo autoritario y la
profilaxis del “por si acaso recae que tome neurolépticos de por vida” o
aceptar el riesgo “sin medicar por si acaso” define hoy las posturas
neomanicomiales o libertarias frente a las grandes psicosis.
El resto de los trastornos psíquicos -depresiones, angustias,
trastornos de personalidad, malestares por estrés- son falsas
enfermedades que se etiquetan como tales para individualizar sujetos
frágiles para que puedan ser tratados con técnicas que no pongan en
cuestión el papel desencadenante de la mala vida urbana que está en la
base de sus sufrimientos. Ni el trabajo como lo conocemos, ni las casas
de vecinos que articulan nuestras ciudades, ni las familias realmente
existentes sobrevivirían sin la toma masiva de ansiolíticos que permiten
dormir, levantarse y aguantarnos unos a otros en esa especie de cloaca
sobrepoblada en que vivimos. Los procesos de etiquetado y
psicologización de esos malestares que permiten sean vividos en privado y
no se colectivicen, completan el papel apaciguador y distanciador que
permiten las categorías psiquiatrizantes y los psicofármacos.
A finales de 2008 el New York Times informaba que más de la
mitad de los 28 especialistas encargados de preparar la próxima edición,
prevista para 2012, del DSM-IV-TR: Mental Disorders. Diagnosis,
Etiology & Treatment, el Manual Diagnóstico y Estadístico de
Trastornos Mentales por excelencia, mantiene algún lazo con empresas
farmacéuticas. Ya en 2006, investigadores de la Universidad de Tufts
denunciaron que el 56% de los encargados de revisar el DSM habían tenido
al menos un nexo monetario con un laboratorio entre 1998 y 2004. ¿Es
así? Una situación de dependencia o subordinación de este orden, ¿puede
alcanzar esta dimensión? ¿También en España?
Un ansiolítico –el lorazepan, propiedad de uno de los dos
laboratorios que mencionas– es el fármaco más vendido en España por
encima de la aspirina o los analgésicos. En general en apenas 20 años
los psicofármacos han pasado de ser algo marginal en las ganancias de
los monopolios farmacéuticos a ser sus productos estrella y ello sin que
se haya producido ningún descubrimiento importante en sus laboratorios.
Los trastornos psiquiátricos se diagnostican como en la medicina del
siglo XIX por la escucha de los síntomas de los usuarios y no por ningún
mediador interno sobre el que podamos medir la eficacia de los fármacos
para aliviarlos, como en el resto de la medicina del siglo XX. Frente
al antidiabético que para ser mas eficaz que el anteriormente
comercializado y vendido, debe normalizar las cifras de azúcar de cada
enfermo que lo usa, los psicofármacos solo deben hacer ver o escuchar
que el paciente dice encontrarse un poco mejor que con la anterior
pastilla sin modificar ningún marcador material de mejoría. Obviamente
ese carácter no objetivo es el sueño de cualquier mercader que quiera
vender pastillas que, como las diferentes marcas de coches, sean un poco
mejores que los de la competencia.
Los antiguos antidepresivos o neurolépticos son igual de eficaces que
los nuevos para atenuar los síntomas de enfermedad como a duras penas
tienen que reconocer sus fabricantes. Varían solo en que producen menos
efectos secundarios: el Prozac (del otro laboratorio del que hablas) se
empezó a recetar a miles de enfermos en América no porque fuese un
antidepresivo más eficaz que el anafranil sino porque no engordaba o
secaba la boca como sí hacía este. Pero su valor económico pasó a
multiplicarse por miles de euros.
El uso de psicofármacos es además un mercado cautivo y un sicótico,
un cliente seguro desde los 20 años hasta la muerte si se siguen los
consensos dominantes hoy en psiquiatría. Como decía, al ser fármacos que
a diferencia del que trata la anemia no tiene que demostrar su eficacia
en protocolos rigurosos, sino en la observación del médico que lo trata
y rellena cuestionarios, son tremendamente sensibles a la propaganda y
la influencia del recetador que decide la mejoría o empeoramiento de
acuerdo con su ojo clínico, por desgracia tremendamente sensible a los
reclamos de los laboratorios farmacéuticos que gastan cifras millonarias
en manipular a los psiquiatras como intermediarios de ese mercado.
Todo ello define un mercado especial: enormes ganancias, no objetividad
del producto, dependencia del fármaco elegido de la decisión del
psiquiatra. Por ello la propaganda sobre el psiquiatra que los prescribe
determina unas relaciones profesionales mercantilizadas de las que casi
nunca se habla entre los profesionales que se aprovechan de las migajas
del sistema.
No hay un solo congreso psiquiátrico en que sus asistentes se paguen
inscripción o viajes sin el apoyo de la industria farmacéutica,
industria que sin presionar directamente sobre los psiquiatras (en mi
experiencia es raro el “recétame y te pago el viaje a América”)
obviamente genera unos mecanismos de agradecimiento.
Cambio de tercio. Usted ha señalado recientemente que el
hecho de que el 30% de la población obrera asturiana afectada por
reconversiones acuda hoy a los Centros de Salud Mental ejemplifica un
desastre: “el viejo orgullo del proletariado que “sabía quién era” está
siendo sustituido por personalidades pasivo dependientes que buscan en
los ‘psi’ tutela, pastillas y consejos para reconducir su vida según un
régimen de servidumbre voluntaria”. ¿Por qué habla usted de servidumbre
voluntaria? ¿Qué podrían hacer entonces los trabajadores/as afectados?
Si me permitís la pequeña grosería, lo que buscan en salud mental los
trabajadores agobiados se parece al que para buscarse amores se va de
putas. Ante el horror real de la vida cotidiana, todo el mundo sufre y
necesita que alguien le escuche, afecto, consejos prudentes o incluso
mimos que alivien el horror económico. Buscarlo en un profesional que
cobra del estado por esos menesteres, y no comparte las realidades del
trabajo o el barrio o puede tener unos valores tan opuestos al
consultante como ser del opus dei (una de mis pacientes dejo de ir al
psiquiatra después de dos años, cuando supo que su terapeuta no estaba
en consulta por ir de cacería) parece una confusión vital mayor que
cuando aquel borracho busca la llave no donde la ha perdido, sino donde
una farola ilumina.
Frente a esa ayuda profesionalizada que coloniza la vida desde un
saber poco creíble (hay multitud de escuelas psi), el pueblo debería
colectivizar su dolor y acumular valor para mirar de frente lo que
oferta la vida en el mercado, sin edulcorarlo con la falsa promesa de
que cuando la cosa vaya mal algún psi de la “seguridad social” me
ayudará aunque yo no tenga redes solidarias en que apoyarme.
Aprender que el malestar no depende de su psique individual sino de
las relaciones de explotación y sumisión al imaginario de deseos que nos
hace vivir por encima de nuestras posibilidades con modelos de clase
media es la amarga verdad que la población trabajadora se niega a ver.
Puede ser un primer paso en esa renuncia a las falsas promesas saber que
si me encierro en el egoísmo y la búsqueda de salvación en el
intimismo, cuando esa vida íntima se me derrumba y, por ejemplo, se
muere mi objeto amoroso o pierdo el trabajo, ningún profesional me puede
ayudar realmente porque ningún profesional puede sentir conmigo a
sueldo. Sólo desde las viejas solidaridades, de hablar cada mañana con
los compañeros y salir a tomar sidra o vino tras el trabajo para
maldecir al patrón o comentar los azares de san mercado con la esperanza
que algún día todo ese sistema caiga, fue vivible una cotidianidad tan
dura como la del trabajador fabril tradicional. Sólo lo acogedor del
barrio, de los lugares donde uno está entre los suyos, sólo los vínculos
con los compañeros y sus familias y una forma de vida en lo común
permiten escapar a las miserias del individualismo o disminuir
diluyéndolas en lo colectivo las penas cuando la tragedia nos alcanza.
Si cada uno va de su casa al trabajo, se encierra en el familiarismo y
en los grupos de aficiones comunes, está condenado a tener un alto
riesgo de terminar en el psiquiatra como el que acude al lupanar a
buscar amores profesionales.
El precariado en el que vive una gran parte de los
trabajadores españoles, autóctonos o no, ¿está afectando a su salud
mental? ¿Hay cifras al respecto? Se habla de una epidemia de depresiones
que afecta al 30% de la población y hay barriadas obreras donde es más
normal haber pasado por las consultas de salud mental que no haber
necesitado ayuda psiquiátrica a lo largo de la vida.
La miseria subjetiva que la vida en precario crea es la imposibilidad
de crear esos vínculos serenos de los que hablaba más arriba para
describir la cotidianidad de la clase obrera tradicional. Un niño tiene
un vínculo sereno cuando puede jugar en el parque sin mirar
continuamente a su madre porque sabe que ella va estar a allí cuando se
caiga. Uno puede arriesgarse en la vida y ser un activista social si
sabe que tiene una red social amplia que cuando la desgracia le alcance
va a tener solidaridades múltiples. Esos lazos solidarios, esos vínculos
serenos necesitan tiempo y tradiciones de identidad. Desde el colegio
los antiguos trabajadores codificaban sus gustos y sus maneras al
imaginario de clase que los protegía y los endurecía del mundo hostil de
los señoritos: sabían que los melindres o la depresión no eran para
ellos, que al tajo se iba a sufrir pero que la vida podía permitirles
devolver golpes a ese mundo de la burguesía si permanecían juntos. Sin
tiempo para estar juntos y sin coger la cita que las viejas tradiciones
obreras les proporcionan, los precarios están perdidos: ni identidad
colectiva, ni defensas de clase les protegen. La ideología del Pícaro,
la vieja astucia del Lazarillo para burlar y sacar las ventajas que
puede, parece ser la tendencia subjetiva preferente en el precariado que
corre como puede entre amos desalmados buscando cobrar del paro o las
bajas médicas, es lo que se ve de nuevo desde las consultas de salud
mental.
El termino depresión es un cajón de sastre que quiere decir malvivir o
incapacidad de autogestionar la vida sin ayudas profesionales. Afecta a
sectores de población más colonizadas por el intimismo: mujeres,
precarios sin redes sociales sólidas, viejos sin compañía que las han
perdido, jóvenes renegados de su clase y aspirantes a trepar
socialmente. Frente a ellos la vulnerabilidad a la depresión se invierte
cuando el tiempo de trabajo o la organización de actividades crean
grupos con identidades solidarias que se suponen pueden durar toda la
vida. Frente al voluntariado social que crea grupos ligeros que llama H.
Bejar de malos samaritanos, los viejos sindicatos, los grupos
comunistas, las comunidades religiosas, creaban vínculos e identidades
sólidas que endurecían y “empoderaban” (hacían sentirse dueños de sí) a
sus miembros frente a las crisis vitales que el propio tiempo genera. Se
decía aquello de un comunista nunca está solo porque suponía que
cualquier trabajador podía ser su amigo y que las edades del hombre
-juventud, madurez, vejez- tenían unos rituales tan cercanos a lo
religioso que hacía que incluso la muerte fuese aceptada como un pasar
la cita con la historia a las generaciones venideras. Si esa identidad
se licua y el precariado no permite enlazar la vida individual con esos
colectivos y esas tradiciones, la cotidianidad se convierte en ese
cuento lleno de ruido y furia contado por un idiota que fácilmente busca
sentido-consuelo en el psi. A ese sesgo cognitivo de buscar ayuda fuera
de los iguales, en los expertos, en la técnica es lo que llamo proceso
de servidumbre voluntaria que ni siquiera es consecuente con la
ideología egoísta que ha elegido y que enlaza con el prototipo de Lázaro
de Tormes que he propuesto líneas arriba.
¿Cómo cree usted que está afectando la actual crisis, esta
crisis cuyo fondo no acabamos de entrever, a las gentes trabajadoras?
Las amenazas de despidos, de cierres patronales, de reconversiones,
¿taladran su conciencia?
La crisis continua un proceso de contrarrevolución que aumenta la
egolatría del sálvese quien pueda y la cobardía colectiva para pelear
por un mundo radicalmente diferente. Todas las crisis sociales son
oportunidades para cambiar la historia. Viejas palabras como ocupación
de fábricas, autogestión, nacionalizaciones son fósiles lingüísticos
para unos colectivos sindicales que, como en el chiste, sólo piden a sus
señores quedarse como están.
Se parece por ello esta derrota obrera a esos experimentos de
Indefensión Aprendida en que los animales de experimentación sometidos a
castigos en una piscina se dejan morir cuando aún tienen energías
objetivas para pelear. El dolor colectivo y la ansiedad producida por el
riesgo de neopobreza está, como las malas salsas, sin ligar por ninguna
organización que le dé forma y salidas colectivas.
De continuar la tendencia actual las capas populares saldrán
subjetiva y objetivamente más maltrechas de lo que entraron y a mi
juicio se acentuarán tendencias reaccionarias que difícilmente
imaginamos desplazando la rabia contra los emigrantes y no contra los
poderosos. De cualquier forma la historia no está nunca escrita del todo
y como escribió Brecht en su imprescindible “Oda a la dialéctica” los
derrotados de hoy son los vencedores del mañana. Pero para ello, quizás
perder la esperanza de buena vida en el mercado o en los bienestares de
la psicologización es un paso imprescindible para salir de esa
indefensión y decidirse a pelear con las fuerzas que aún quedan.
¿Qué puede hacer un psicólogo, un psiquiatra ante la
desesperación de estas personas trabajadoras? ¿Decirles que hagan la
revolución?
Puede tratar de encuadrar ese sufrimiento subjetivo en lo impersonal,
impidiendo el proceso de individuación o de culpabilización que añade
miseria psicológica a la económico-social. Saber que el paro toca como
“la lotería al revés” tranquiliza a quién busca causas y remedios
psicológicos de su malvivir en su biografía preguntándose qué hice mal.
Tratar de crear vínculos no profesionales entre parados, entre personas
con sufrimientos etiquetados de depresivo-ansiosos y dar formas de
interpretar la angustia-depresión en un marco colectivo que busque
agrupar seudo enfermos en redes de apoyo y consumo paralelo pueden ser
sugeridas desde las consultas.
Los fundadores de Alcohólicos Anónimos persistieron en beber mientras
iban de psicólogo en psiquiatra por todo el mundo. Dejaron de beber y
crearon la red de autoayuda más potente del planeta, cuando tomaron
conciencia que en la ayuda mutua se podían crear las redes y técnicas
que evitan beber. Siempre me ha parecido un ejemplo a seguir.
Salud mental y relaciones de producción capitalistas, ¿son
términos que permiten conciliación en su opinión? ¿El capitalismo, por
el contrario, es enemigo de la salud mental de las personas?
Los efectos patológicos del capitalismo sobre la salud mental no
nacen de una voluntad maligna que hacía gritar a la Bruja Avería “¡Viva
el Mal, viva el Capital!” sino de que en su necesidad de multiplicar sus
ganancias vendiendo nuevas mercancías precisa crear necesidades
continuas en las personas y por ello se transforma en un sistema que
necesita producir identidades basadas en una especie de glotonería
consumista que no se satisface nunca. ¿Cuánto es bastante? Se responde
desde el mercado con un Nunca que genera ansiedad continua en las
personas. La sobriedad y la configuración de unos gustos y unas
satisfacciones al margen de las seudo necesidades creadas desde la
ideología capitalista son el primer paso para adquirir una difícil salud
mental, siempre cercadas porque algún fetiche ofrecido por la
publicidad -tal viaje, tal coche, tal casa- acierte a enlazar con alguna
perversión propia y nos haga vender la vida para cambiarla por dinero,
para comprar esos productos dotados del encanto mágico de la mercancía
que adquiere lo interiorizado como deseo. El sujeto tal como lo
conocemos es tan voraz y tan maldotado de Hibris, de falta de freno a
sus ansias, que precisa un sistema muy racional para contenerse.
Vivir sobrios y ser un poco mojigatos me parece un consejo prudente
en estos tiempos de exhortación a liberar el deseo o atreverse a todo
como signo de salud mental. Reprimirse frente a la desublimacion
represiva de la que nos hablaba Marcuse como característica del
postcapitalismo es una reflexión necesaria a pesar de que suene a
pensamiento reaccionario.
Apuntaba también usted en una carta al colectivo de Espai
Marx que cuando alguien se siente acosado en una empresa su única
defensa real son las relaciones horizontales con sus compañeros. Son
esas relaciones las que le pueden permitir analizar su sufrimiento en
términos colectivos y encontrar apoyos reales en ese colectivo. ¿Qué
tipo de apoyo puede encontrar un trabajador desesperado entre compañeros
no menos desesperados en ocasiones?
La escucha de alguien que vive las propias condiciones laborales ya
es terapéutica porque a diferencia de la escucha psicológica es una
escucha enmarcada y no descontextualizada en la que se comparten valores
y se puede actuar sobre la situación real que genera el malestar. De
esa escucha siempre nacen formas de micro solidaridades que se traducen
en pequeños actos de resistencia y sabotaje a los ritmos laborales o a
los abusos de los de arriba. En un taller de calderería cuando entraba
el ingeniero comenzaron a caer herramientas desde los andamios a su paso
con lo que las visitas se hicieron infrecuentes. Tras algunas cenas
navideñas en unos astilleros gijoneses los coches de los encargados
aparecieron pintarrajeados.
Tras las fiestas de comadres en Gijón las obreras del textil se
reafirmaron en no abandonar un encierro que duró años. De esos contactos
esporádicos basados en escuchas mutuas, a salir del trabajo y compartir
cotidianidad creando esas redes y esos vínculos que permiten construir
un Nosotros y unas rutinas comunes no hay mucha distancia y me parece el
único manual de supervivencia que conozco frente al individualismo que
termina en una especie de narcisismo egotista en la que cualquier
pérdida afectiva lleva a la depresión.
Hace muy poco ha fallecido Carlos Castilla del Pino. ¿Qué ha
significado Castilla del Pino en la historia reciente de la psiquiatría
española?
Mientras su figura era aclamada por la psiquiatría de izquierda
durante sus reuniones, la práctica real de esos psiquiatras progresistas
se correspondía mejor con la del gran psiquiatra del franquismo López
Ibor. Este afirmó como tesis central que “las neurosis eran enfermedades
del ánimo que no precisaban psicoterapia sino antidepresivos”. No hay
apenas ningún neurótico hoy en España que no reciba dosis medio altas de
antidepresivos de acuerdo con esas tesis. Como en tantas cosas el
tirano dejo las cosas atadas y bien atadas y mientras en lo ideológico
se alaba a Castilla en la práctica se actúa con las ideas y la lógica
del franquismo.
*La entrevista completa se encuentra en Kaos en la red
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