"El cerebro de Ulrike Meinhof fue extirpado de su cráneo en la
sala de autopsias sin autorización familiar alguna y encerrado en un
frasco de formol para tratar de descubrir entre sus pliegues la raíz del
mal. Un típico experimento nazi arropado por un canciller
socialdemócrata..."
Hace cuarenta años Ulrike Marie Meinhof
(1934-1976) apareció ahorcada en su celda de la prisión de
Stuttgart-Stammheim, Alemania occidental.
Se encontraba en una prisión de alta seguridad y en régimen de
aislamiento desde su detención en 1972 junto al resto de los miembros de
la Fracción del Ejército Rojo, llamada por el Estado banda
Baader-Meinhof, entre los que se encontraban Holger Meins, Andreas
Baader, Gudrun Ensslin, Jan Carl Raspe e Ingrid Schubert. Ninguno de
ellos salió con vida de la cárcel. Todos murieron en sus celdas de
aislamiento, "suicidados" por un Gobierno del Partido Socialdemócrata en
coalición con el Partido Liberal. A Holger Meins le llegó la hora en
noviembre de 1974. La hora llegó para Ulrike Meinhof el 9 de mayo de
1976, hoy se cumplen cuarenta años del suceso. El turno de Baader,
Ensslin y Raspe llegaría en septiembre de 1977, y el de Schubert en
octubre del mismo año. Los hombres murieron a balazos. Con las mujeres
fueron más considerados: las ahorcaron. El exterminio de la
Baader-Meinhof hacía honor a una larga tradición alemana. El Estado
alemán, a lo largo de su Historia, pudo tolerar a regañadientes la
disidencia individual o colectiva encauzada por el compromiso social. La
disidencia intransigente, en cambio, al menos a partir de 1919, empezó a
pagarse con la vida.
Meinhof había empezado su carrera como periodista en el cambio de la
década de los cincuenta a los sesenta, con la publicación de la revista
Konkret. En ella denunciaba las continuas leyes de emergencia de los
Gobierno de derecha, de Gran coalición o socialdemócratas que se fueron
sucediendo en la República Federal Alemana (RFA) frente a la
movilización de los jóvenes estudiantes y, ya a finales de la década de
los sesenta, de sectores de obreros al margen de la burocracia sindical.
La represión amparada por esas leyes de emergencia se cobraron vidas
como la del estudiante Benno Ohnesorg, tiroteado por la Policía en 1967,
o la de Rudi Dutschke, dirigente de la Liga de Estudiantes Socialistas,
al que un ciudadano de orden disparó en la cabeza en 1968 tras una
campaña rabiosa del reaccionario grupo mediático Bild. Cientos de
detenciones. Tortura, cárcel contra los que salían a la calle. Este
clima llevó a la radicalización extrema de un grupo de jóvenes a los que
se unió Meinhof en 1970, que llevaron a cabo atentados y acciones de
sabotaje sobre todo contra las bases norteamericanas en la RFA. La
guerra de Vietnam se encontraba entonces en su triste apogeo; Alemania
occidental colaboraba en el martirio de la población vietnamita, y para
el grupo Baader-Meinhof se convirtió en algo prioritario el objetivo de
sabotear y denunciar ese genocidio.
El
Estado alemán occidental estaba infestado de antiguos dirigentes del
Partido Nazi. No sólo los magnates como Thyssen, Krupp o Flick, que
habían sostenido las finanzas de Hitler, seguían --y siguen--
controlando la industria alemana, sino que los ministerios, las
magistraturas, la Policía y los puestos de la Administración fueron
ocupados por antiguos nazis: secretarios de Estado como Globke,
ministros como Oberlaender, cancilleres como Kiesinger o presidentes de
la República como Luebke habían sido dirigentes nazis. Como lo había
sido Hans Martin Schleyer, presidente de la patronal alemana, que bajo
el Tercer Reich había sido miembro de las SS, líder de la Liga
Antisemita y saqueador de la economía de la Checoslovaquia ocupada. El
asesinato de este gran patrón, Schleyer, por la Fracción del Ejército
Rojo --que trató de canjearlo sin éxito en 1977 a cambio de la libertad
para los presos supervivientes de Stuttgart-Stammheim-- le costó la vida
en su celda de aislamiento a Ingrid Schubert en octubre de ese año.
Ulrike Meinhof es un ejemplo de ese tipo de personas que ponen su
cabeza como aval de sus ideas. Contribuyó a contestar a la fuerza con la
fuerza. Una fuerza muy leve la suya, sin embargo, frente a la
monstruosa maquinaria implacable, metálica e inmisericorde del Estado
alemán, al que las acciones de la Baader-Meinhof no le hicieron ni
cosquillas. Pero había que dar un escarmiento ejemplar y se dio. Ninguno
de los detenidos en 1972 llegarían a escuchar el veredicto del
tribunal. Todos fueron ilegalmente ejecutados sin sentencia. Se les
había acusado de crímenes al azar. Según el anuario Revista de Zurich de
1977, «la Justicia no posee ninguna prueba formal de la culpabilidad de
los detenidos». Pero la Justicia alemana llevó las togas al tinte los
días de sus asesinatos y se inhibió en favor de los carceleros, de sus
cuerdas y de sus pistolas. El tiempo de las formalidades, al menos en
Alemania, hacía décadas que había pasado.
El exterminio carcelario fue una advertencia. La sociedad alemana se
replegó. Sin duda, las acciones de la Baader-Meinhof estaban aisladas, y
sin duda también, se cargó en su cuenta cualquier atentado, asalto o
atraco producido en Alemania occidental entre 1970 y 1972 para aumentar
el clima de histeria contra ellos, los "radicales". Involuntariamente se
convirtieron en espantajos para la mayoría y en mártires para sí
mismos.
Qué más da. Hicieron lo que creían que había que hacer, no lo que se
esperaba de ellos, y aceptaron las consecuencias. Unas consecuencias
terribles. El cerebro de Ulrike Meinhof fue extirpado de su cráneo en la
sala de autopsias sin autorización familiar alguna y encerrado en un
frasco de formol --de alta seguridad sin duda, en régimen de aislamiento
una vez más-- para tratar de descubrir entre sus pliegues la raíz del
mal. Un típico experimento nazi arropado por un canciller
socialdemócrata, Helmut Schmidt, recientemente difunto en su decrépita
vejez. Si lo que buscaban los verdugos era la raíz del mal, les habría
bastado con mirarse al espejo.
En 1962, Meinhof había escrito en la revista Konkret diatribas
«contra la ideología de la "colaboración social en la empresa", contra
la de la "comunidad nacional" y contra la del "mismo barco" en el que
parece que todos navegaríamos». Catorce años después, tras muchos
artículos, muchas apariciones públicas, muchas protestas y apenas si
algún acto de sabotaje, los dignos herederos del Tercer Reich --que
habían ofrecido una recompensa de diez mil marcos por su captura-- le
dieron un escarmiento definitivo por haber escrito palabras como ésas.
Primero tortura. Luego muerte. Eficacia prusiana: a una cosa le sigue la
otra. Ulrike Meinhof: Periodista, revolucionaria, muerta. Cometió el
crimen de ser consecuente. El Estado alemán, su verdugo, cometió
exactamente el mismo crimen.
Fuente:http://pasabaporaquiymedije.blogspot.com.es/2016/05/ulrike-meinhof-periodista.html
Fuente:http://pasabaporaquiymedije.blogspot.com.es/2016/05/ulrike-meinhof-periodista.html
3 comentarios:
Aupa Angel,ok! corregido. Para aclarar , una de las filosofias principales del blog a la hora de realizar su labor informativa es que quede claro el autor de los textos publicados asi como la fuente de donde ha sido extraido el articulo si asi fuera, algo que se pensaba o daba por hecho que quedaba claro. Se toma nota de tus recomendaciones y disculpas por si te hubieras sentido molesto. Gracias por seguir el blog. Un saludo
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